Tareas del hogar: lidiar con parejas o hijos que no quieren hacer nada

Tras una ronda de consultas, cada vez más personas admiten “hartazgo” por encargarse en soledad de las actividades domésticas. Mandados, limpieza, cocina, y más

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En miles de hogares argentinos, la inequidad en el reparto de las tareas domésticas sigue siendo una fuente silenciosa de conflictos, desgaste emocional y resentimiento. A pesar de los avances discursivos hacia la equidad de género, la realidad indica que nueve de cada diez mujeres siguen cargando con la mayor parte de las responsabilidades del hogar, dedicando más del triple de tiempo que los varones a estas actividades.

MARTÍN, 25 AÑOS

“Me separé después de tres años porque era siempre yo el que limpiaba, cocinaba, hacía las compras, todo. Al principio no me molestaba tanto, pero con el tiempo sentí que mi pareja, que tenía 22, no reaccionaba. Le pedía que hiciera cosas y no las hacía. Se sentaba en el sillón mientras yo fregaba el baño. Me agoté. Fue como tener un hijo en lugar de una pareja. Me desgastó emocionalmente y perdí la admiración que tenía por ella”.

MARCELA, 45 AÑOS

“Estoy divorciada hace seis años y tengo tres hijos adolescentes. La verdad es que no me molesta hacer las tareas, ya estoy acostumbrada. Lo que me pesa es que ellos no ayudan. Les tengo que repetir mil veces que levanten sus cosas, que laven sus platos, que saquen la basura. A veces siento que soy su empleada doméstica. Me da bronca porque no quiero criarlos con esa idea de que la casa se mantiene sola, pero no hay caso, no colaboran”.

NORBERTO, 65 AÑOS

Siempre me gustó cocinar, y lavo los platos porque no me gusta dejar todo sucio. Pero estuve casado dos veces y en las dos relaciones terminé separándome, entre otras cosas, porque mis parejas no hacían nada. No planchaban, no barrían, no limpiaban el baño. Me acuerdo que una vez volví del trabajo y había grasa por todos lados. No es que yo quiera que me sirvan, pero tampoco ser el único que se ocupa. A esta altura prefiero estar solo”.

AGUSTINA, 30 AÑOS

“Soy muy ordenada, lo admito, casi maniática. Me gusta que todo esté limpio, prolijo, cada cosa en su lugar. Y si convivo con alguien que no está en la misma, me pongo mal. Me pasó con mi ex: dejaba todo tirado, no limpiaba ni después de cocinar. Me enloquecía. Me doy cuenta de que no puedo compartir la casa con alguien que no valore ese orden. Me genera ansiedad, mal humor. Prefiero vivir sola antes que convivir con alguien que no se haga cargo”.

RENÉ Y CONSUELO, AMBOS DE MÁS DE 40

“Trabajo a la mañana y Consuelo entra a las tres de la tarde, así que nos organizamos bien”, cuenta René. “A la mañana, él deja el desayuno listo y pasa el trapo. Yo vuelvo a la noche y cocino o lavo ropa, según lo que falte”, agrega ella. “No nos peleamos por quién hace qué, porque los dos estamos atentos. Cuando uno está muy cansado, el otro lo cubre. Nos cuidamos mutuamente, y eso también se nota en cómo se mantiene la casa”.

DETRÁS DE LAS PROBLEMÁTICAS

Esta asimetría, según alertan los psicólogos, va mucho más allá de lo operativo: genera un desequilibrio emocional profundo que se traduce en tensiones constantes en la pareja, desgaste afectivo e incluso síntomas de ansiedad y frustración en quienes se sienten injustamente sobrecargados.

Sociólogos consultados señalan que esta desigualdad no solo tiene raíces históricas y culturales muy arraigadas, sino que también se perpetúa en los hábitos cotidianos de la vida familiar. “Lo que no se ve, no se discute, y lo que no se discute, no se transforma”, repiten como mantra muchos terapeutas familiares, que sostienen que gran parte del problema radica en la naturalización de ciertas tareas como “propias” de la mujer. En la práctica, eso significa que la carga mental —ese trabajo invisible que implica planificar, recordar y organizar las rutinas del hogar— también recae de forma desproporcionada sobre las mujeres, incluso en parejas donde ambos trabajan fuera de casa.

Desde la perspectiva de los coaches ontológicos, esta dinámica también impacta de manera directa en la identidad y autoestima de quienes sostienen el funcionamiento doméstico sin reconocimiento alguno. “La falta de conversación consciente sobre quién hace qué, cómo y por qué, alimenta una narrativa de desvalorización personal”, explican. Y esa desvalorización, tarde o temprano, se traslada a la relación de pareja: uno se siente explotado, el otro acusado, y ambos distanciados emocionalmente. Además, cuando hay hijos, esta lógica se hereda sin cuestionamientos, consolidando modelos desiguales de convivencia que se replican de generación en generación.

La evidencia también muestra que las consecuencias exceden lo afectivo. Economistas y especialistas en género aseguran que esta brecha doméstica limita las oportunidades laborales de las mujeres, perpetúa la desigualdad salarial y profundiza la feminización de la pobreza. “Las mujeres no tienen menos ambición profesional, tienen menos tiempo”, ironizan los sociólogos, aludiendo al sacrificio de proyectos personales y laborales que implica la doble jornada de trabajo. Frente a este panorama, la solución no es individual sino estructural: se necesitan políticas públicas que reconozcan y redistribuyan el trabajo no remunerado, así como una transformación cultural que desnaturalice el rol exclusivo de las mujeres como gestoras del cuidado.

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