¡Faltan hombres!: la masculinidad entre emociones reales y la presión social

Desde el varón fuerte hasta propuestas más diversas, la publicidad argentina ha impulsado cambios sobre el género a lo largo del tiempo

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Las últimas décadas no solo cambiaron la vida de las mujeres: también pusieron bajo la lupa el modelo de masculinidad que había dominado durante siglos. Ese hombre fuerte, proveedor, poco expresivo, con autoridad indiscutida y centro de la vida familiar ya no es —al menos para amplios sectores— un ideal incuestionable.

Sin embargo, su reemplazo no está del todo claro.

El feminismo, en sus múltiples olas y vertientes, impulsó una revisión histórica de los roles de género.

Lo hizo al visibilizar desigualdades y violencias que antes se naturalizaban, pero también al abrir la pregunta por cómo deberían ser las relaciones humanas en igualdad.

Ese sacudón interpeló a los hombres: ¿cómo habitar el presente sin arrastrar el manual de instrucciones del patriarcado?

Algunos respondieron con compromiso y aprendizaje. Otros, con resistencia. Y muchos, sencillamente, se retiraron de la escena.

El repliegue

Una crónica reciente de un medio estadounidense describe una postal inquietante: mesas de restaurantes ocupadas casi en su totalidad por mujeres, mientras los hombres parecen haberse retirado a la comodidad de sus pantallas y entornos digitales.

No es la desaparición literal, pero sí un repliegue afectivo, una retirada de la intimidad presencial hacia formas de interacción más controladas, menos arriesgadas y emocionalmente asépticas.

El diagnóstico que propone esa mirada es que ciertos hombres ya no buscan estar, escuchar, sostener un vínculo, aunque sea efímero.

Prefieren orbitas de “casi algo”, intercambios superficiales, conexiones sin compromiso. No se trata de violencia ni de indiferencia absoluta: es un alejamiento suave pero constante, que termina generando soledad e incomunicación.

La herencia que persiste

En Argentina, un artículo publicado hace más de una década advirtió sobre algo distinto pero complementario: el “machismo femenino”.

Esa herencia de roles que las propias mujeres, muchas veces sin notarlo, transmiten a hijos e hijas. Frases como “los hombres no lloran” o “es el hombre de la casa, tiene que cuidar a todos” siguen circulando. En el otro extremo, el mandato de que las mujeres sean las cuidadoras permanentes, siempre disponibles, siempre comprensivas, también se mantiene vivo.

Así, incluso cuando el discurso social celebra la igualdad, en la práctica las costumbres siguen moldeando masculinidades rígidas y feminidades sacrificiales.

La crítica no es solo hacia los hombres que se aferran al viejo modelo, sino también hacia la complicidad involuntaria que muchas mujeres ejercen al reproducirlo.

¿Y EL PADRE?

En este cambio de paradigma, la figura paterna atraviesa una metamorfosis profunda. La paternidad activa —ese padre que cocina, va a las reuniones escolares, acompaña el crecimiento emocional de sus hijos— convive con modelos más tradicionales, donde su función principal sigue siendo proveer y “poner límites”.

Hace poco, en un programa en vivo, una figura política analizó la falta del símbolo paterna en términos sociológicos; la ausencia del hombre. Lo cierto es que algunos plantean que, en medio de tanta deconstrucción, el padre como figura de referencia y contención afectiva ha perdido presencia. Otros, que más bien está reapareciendo, pero con otro formato: menos autoritario, más cercano. La pregunta es si ese regreso simbólico del padre se traducirá en una nueva masculinidad o si quedará atrapado entre la nostalgia de lo que fue y la indefinición de lo que podría ser.

MASCULINIDADES EN PLURAL

Hablar de “la” masculinidad como un bloque único es, quizás, uno de los problemas. Hoy conviven múltiples formas de ser hombre: desde quienes intentan reinventarse, hasta quienes se atrincheran en los viejos códigos; desde los que exploran su vulnerabilidad hasta los que se parapetan tras la coraza de la autosuficiencia.

En ese mapa, aparecen figuras intermedias, híbridas: hombres que valoran la equidad, pero siguen esquivando la conversación emocional; que participan en las tareas del hogar, pero esperan reconocimiento especial por hacerlo; que sostienen vínculos, pero se retraen cuando la intimidad exige exposición genuina.

¿FALTAN HOMBRES?

La respuesta depende de qué se entienda por “faltar”. Si hablamos de presencia física, están ahí. Si hablamos de presencia emocional, de compromiso afectivo, de involucrarse en la vida cotidiana y en las conversaciones difíciles, quizás sí haya un vacío.

¿Deben volver ciertas formas del pasado? Hay quienes extrañan un tipo de masculinidad visible, activa, “caballeresca” incluso, que hoy parece diluirse. Otros consideran que ese regreso sería un retroceso.

¿Hay mujeres que sostienen el machismo? Sin duda. Las tradiciones, las frases hechas, las costumbres heredadas no cambian solo por decisión individual. Son estructuras que atraviesan géneros y generaciones, y que requieren un trabajo colectivo para desmontarse.

LA AUSENCIA Y LA CONSTRUCCIÓN

Tal vez el desafío no sea “traer de vuelta” al hombre de antes, sino crear espacio para uno distinto. Pero para que eso ocurra, no alcanza con discursos o consignas: hace falta presencia. Presencia en la mesa, en la crianza, en el conflicto, en el placer, en la escucha. Presencia para habitar la vulnerabilidad sin que eso implique pérdida de valor.

La nueva masculinidad no se decreta. Se construye en lo cotidiano, en lo imperfecto, en la negociación permanente. Y no será unívoca: habrá tantas masculinidades como hombres dispuestos a mirarse en el espejo y preguntarse quiénes quieren ser.

 

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