Mi querido Jockey Club
Edición Impresa | 24 de Agosto de 2025 | 05:52

Por MARIA VIRGINIA GUTIÉRREZ EGUIA
SEGUNDA PARTES
Tengo presente una extraña sensación, como un nudo en la panza, minutos antes de ingresar al club, porque olvidarte el carnet podía llegar a transformarse en la peor pesadilla si no te salvaba el señor Mojarra Plot, honorable y elegante, contemplando y cuidando a los socios desde su puesto de mando, los balcones, siempre con su bigotito y la sonrisa franca. Hoy subo por las escaleras helicoidales de cemento que llevan al mirador. Observo el techo del barco, escorado, como si esas virazones de verano hubiesen sido demasiado para los viejos puntales de hierro. Desde aquí, la vista sin la plataforma y los trampolines es tan distinta. Me pregunto por qué no están más. Cuesta mirarla así, desnuda, a la majestuosa olímpica.
En el salón de cañas o arriba, en las mesas de mimbre que rodeaban al barco, revivo los esperados partidos de truco con amigos, ¡Truco, quiero re truco!, ¡quiero vale cuatro! Resuenan las risas y las señas cómplices para ese primer amor adolescente. ¡Cómo nos encantaba sentarnos todos juntos en las mesas redondas del bar, a tomar una Cindor bien helada (en botellita de vidrio), una limonada o la célebre Copa Jockey. Y, al caer el sol, el infaltable y esperado Clericó.
Admiro con asombro desde este lugar, que algunas cosas atravesaron el tiempo: los macetones en forma de copa que decoran los murallones, algunos bancos de plaza y la imagen intacta de la virgen Stella Maris, en venecitas, amurada a la pared.
A unos pasos, está la cancha de vóley. Giro con mi cuerpo a 360 grados, observando el desolado entorno, recordando al equipo del Patón Guido y Marita Argüelles, a los chicos y chicas que jugaban con pasión y a tantos amigos que esperábamos ansiosos los partidos al atardecer. Huele a jazmín de azahar como en aquel entonces.
Por el amplio corredor, mi hermana María Elena y mi prima María Isabel, parecían desfilar hacia el río, luciendo sus skkipies, vaqueros Fiorucci y bolsitos Hendy. Por el mismo lugar pasaba caminando Dorita Llanos, una mujer pituca en traje de baño, bella, siempre bronceada, con su exótico peinado recogido, pestañas postizas y tacones altos, que parecía una actriz de cine de los años 30.
Nos gustaba tomar sol en las escalinatas de piedra o en el borde del murallón, embadurnadas con aceite Johnson, Rayito de sol o con el famoso Sapolán Ferrini. Ahora pestañeo y apenas puedo visualizar esas escalinatas, invadidas por juncos y plantas salvajes que taparon la bajada triunfal al río. Sentada en un banco antiguo, hago foco en la araucaria solitaria que se impone con su verde brillante, donde aún cantan y vuelan bajito los teros.
Doy una vuelta por la casita del muelle, ensombrecida. Sigo por el espigón de pesca hasta el amarradero. En la mitad de la pasarela me detengo y miro hacia atrás. Apoyada en la barandilla, contemplo el club entero y el remanso del río de color anaranjado. Aprecio como un cuadro pintado el refugio de mi adolescencia donde la felicidad quedaba muy cerca. Al regresar, camino por la zona de parrillas. En mi mente, las mesas de cemento con retazos de cerámica están cubiertas con manteles de tela y veo a las familias preparando el asadito del domingo debajo de los árboles.
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