"El fantasma de Canterville": creer es poder
| 24 de Junio de 2004 | 00:00

"EL FANTASMA DE CANTERVILLE, UN CUENTO MUSICAL", basado en el texto de Oscar Wilde. Intérpretes: Martín Selle, Giselle Dufour, Cristian de Marco, Ana Fontán, Adriana Rolla, Christian Alladio y elenco. Música original, orquestaciones y dirección musical: Angel Mahler. Coreografía. Daniel Fernández. Diseño de escenografía y vestuario: René Diviú. Libro, letras, diseño de luces, puesta en escena y dirección general: Pepe Cibrián. Teatro Municipal Coliseo Podestá.
Acosado por sus deudas, el Marqués de Canterville se ve obligado a vender su castillo al trillonario norteamericano Nicholas Otis Otison. Al conocer a la familia del magnate, y espantado por su vulgaridad y flagrante mal gusto, el marqués se arrepiente de la operación, pero ya es demasiado tarde: el dinero puede más.
Vale aclarar que el castillo tiene un valor agregado; el paquete incluye no sólo a la servidumbre, sino a un grupo de fantasmas, quienes sólo podrán ser liberados a través de las lágrimas vertidas por una doncella.
Otis, su mujer y sus tres hijos son un dechado de ordinariez y mal gusto. Pretenden ascender en la escala social, comprar títulos nobiliarios, ser aceptados por la Corona inglesa y ganarse un lugar dentro de la rancia aristocracia británica. Mas lo que Natura non da.
Como era de suponer, los inquilinos intangibles no logran amedrentar a los incrédulos ricachones, quienes sólo confían en lo que ven, lo que tocan, lo que pueden adquirir. Materialistas a ultranza, prácticos, sensatos, los nuevos dueños de casa se mofan de la superstición, del maleficio, y poco falta para que conviertan el castillo medieval inglés en un local de comidas rápidas.
La dupla Cibrián-Mahler, toda una marca registrada, se le anima la cuento clásico, y lo aggiorna con porristas, marines, jugadores de fútbol americano, gangsters, pulsando la cuerda del humor, la sátira y el romanticismo con igual maestría. El impacto visual de la puesta es deslumbrante, apoyado en una magnífica puesta de luces, casi una escenografía lumínica. El vestuario y el maquillaje no se quedan atrás. Las coreografías le imprimen un ritmo vertiginoso y alternan sabiamente los climas.
El cuento del genial Oscar Wilde (1854-1900) conserva intactas su frescura y vigencia. La brecha que separa las culturas retratadas es abismal; el contraste no podría ser más rotundo. Afortunadamente, parece decir el autor, aún hay cosas que el dinero no puede comprar: los valores éticos, el honor, la dignidad, las tradiciones, las costumbres ancestrales, las utopías. Los fantasmas representan ese mundo sutil, ingrávido como una pompa de jabón; el apostar a los sueños contra viento y marea, a la fantasía, a lo imposible, renegando del sentido común y del pragmatismo.
La frívola y superficial adolescente yanqui se transforma en esa doncella cuyas lágrimas de amor liberarán al atormentado Fantasma. Lo salva y se salva. No todo está perdido en Canterville.
El nutrido elenco está compuesto por notables cantantes, actores y bailarines que salen más que airosos del desafío. Sin lugar a dudas, este género exige una formación integral, una disciplina férrea y rigurosa, que pone a prueba la versatilidad del artista. Estos talentosos jóvenes demuestran que se puede.
Acosado por sus deudas, el Marqués de Canterville se ve obligado a vender su castillo al trillonario norteamericano Nicholas Otis Otison. Al conocer a la familia del magnate, y espantado por su vulgaridad y flagrante mal gusto, el marqués se arrepiente de la operación, pero ya es demasiado tarde: el dinero puede más.
Vale aclarar que el castillo tiene un valor agregado; el paquete incluye no sólo a la servidumbre, sino a un grupo de fantasmas, quienes sólo podrán ser liberados a través de las lágrimas vertidas por una doncella.
Otis, su mujer y sus tres hijos son un dechado de ordinariez y mal gusto. Pretenden ascender en la escala social, comprar títulos nobiliarios, ser aceptados por la Corona inglesa y ganarse un lugar dentro de la rancia aristocracia británica. Mas lo que Natura non da.
Como era de suponer, los inquilinos intangibles no logran amedrentar a los incrédulos ricachones, quienes sólo confían en lo que ven, lo que tocan, lo que pueden adquirir. Materialistas a ultranza, prácticos, sensatos, los nuevos dueños de casa se mofan de la superstición, del maleficio, y poco falta para que conviertan el castillo medieval inglés en un local de comidas rápidas.
La dupla Cibrián-Mahler, toda una marca registrada, se le anima la cuento clásico, y lo aggiorna con porristas, marines, jugadores de fútbol americano, gangsters, pulsando la cuerda del humor, la sátira y el romanticismo con igual maestría. El impacto visual de la puesta es deslumbrante, apoyado en una magnífica puesta de luces, casi una escenografía lumínica. El vestuario y el maquillaje no se quedan atrás. Las coreografías le imprimen un ritmo vertiginoso y alternan sabiamente los climas.
El cuento del genial Oscar Wilde (1854-1900) conserva intactas su frescura y vigencia. La brecha que separa las culturas retratadas es abismal; el contraste no podría ser más rotundo. Afortunadamente, parece decir el autor, aún hay cosas que el dinero no puede comprar: los valores éticos, el honor, la dignidad, las tradiciones, las costumbres ancestrales, las utopías. Los fantasmas representan ese mundo sutil, ingrávido como una pompa de jabón; el apostar a los sueños contra viento y marea, a la fantasía, a lo imposible, renegando del sentido común y del pragmatismo.
La frívola y superficial adolescente yanqui se transforma en esa doncella cuyas lágrimas de amor liberarán al atormentado Fantasma. Lo salva y se salva. No todo está perdido en Canterville.
El nutrido elenco está compuesto por notables cantantes, actores y bailarines que salen más que airosos del desafío. Sin lugar a dudas, este género exige una formación integral, una disciplina férrea y rigurosa, que pone a prueba la versatilidad del artista. Estos talentosos jóvenes demuestran que se puede.
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