Mitología del rugby y la moral del deporte

Por JUAN BECERRA
Escritor

Mientras comenzaba sus lecturas de Marx contra los años peronistas, el Che Guevara jugó al rugby en el San Isidro Club, en el Yporá Rugby Club y en el Atalaya Polo Club hasta 1950. Lo hizo contra el asma y los consejos de su padre. El periodista Diego Bonadeo jura que Guevara fue inside y que era él quien le alcanzaba el inhalador en los partidos. Hay fotos en las que se lo ve apoyando una guinda contra el piso con unas orejeras que le dan el aspecto de un aviador.

Esa pasión, que lo llevó a fundar la revista Tackle en 1951 (es insólito que no se haya llamado Try, como le hubiera correspondido a su agresividad revolucionaria), y que está menos presente en la memoria que la que tuvo por las motos, los libros y las armas, no le impidió recordar uno de sus clubes en la visita prácticamente secreta que hizo a la Argentina durante el gobierno de Arturo Frondizi.

Se cuenta que camino a San Isidro, le preguntó al chofer que lo llevaba cómo andaba el SIC, y que ante la incomprensión de éste, que le pedía que repitiera la pregunta, Guevara cambió “SIC” por “Rosario Central”. El incidente refleja la escasa popularidad del rugby a principios de los años ‘60, todo lo contrario de lo que ocurre hoy, cuando el rugby está en el ambiente cultural, al margen de la modestia con que Los Pumas han actuado en los mundiales, obteniendo apenas un tercer puesto, lo que en fútbol lograron selecciones limitadas como las de Chile o Turquía. Sin embargo no se puede ignorar su poder en el continente y su incorporación a la elite que participa del torneo de las Cuatro Naciones.

El fútbol, el tenis y el básquet argentinos han logrado marcas muy superiores a las de Los Pumas, pero el rugby nunca pierde su lucha. Corre con ventaja. De un modo inexplicable, en el sentido de que no hay ninguna prueba al respecto, se lo considera un deporte moralmente superior a los demás, razón por la cual Los Pumas pueden desembarazarse de la exigencia de ganar mientras sepan mantener su garra en la derrota. Es una mitología invencible, que hace que el deporte sea “superior” al margen de la eficacia con la que se lo practique.

Para refrendar esa supuesta superioridad, se invoca hasta la náusea el aforismo de dos cabezas de Oscar Wilde acerca de que el rugby es un deporte de bestias jugado por caballeros, mientras que el fútbol es un deporte de caballeros jugados por bestias. Mientras tanto, se olvida otro aforismo de Wilde: “Rugby is a good ocasión for keeping thirty bullies far from the center of the city” (“El rugby es una buena ocasión para mantener treinta matones lejos del centro de la ciudad”).

Del rugby se celebra el autocontrol, la buena fe en el empleo de la fuerza, el respeto a las leyes y la camaradería. La sociabilidad del tercer tiempo es considerado una muestra extrema de tolerancia, con la salvedad de que se trata de una tolerancia entre pares, de rugbiers a rugbiers y no de rugbiers a travestis, ni de rugbiers a actores de Shakespeare. Lo que no se dice es que tanto ese tipo de camaradería entre iguales, como la violencia de los bautismos, no dejan de invocar los momentos claves de la formación de un marine y, por lo tanto, la afirmación de una clase específica de ciudadanos.

Viendo el fenómeno desde una mirada extraña, el rugby no es ni más ni menos solidario -ni socialista, por así decir- que otros deportes colectivos; ni más ni menos moral, como tampoco sus valores son superiores ni inferiores a los que inculca el básquet, el fútbol, el handbol o el vuelo a vela. Al contrario, se le podría achacar que a diferencia de otros deportes colectivos, incluso de algunos deportes individuales, no permite con facilidad la filtración entre clases sociales de diferente rango.

LAS REGLAS

Mis amigos que han jugado y aman el deporte de la pelota ovalada y que consideran mi desinterés una perversión, me dicen que el rugby no alcanza a atraerme porque no conozco las reglas, lo que no es cierto. Las conozco bastante bien, tanto como a las de otros deportes, aunque por supuesto no ando recitando los reglamentos como si fuese un maestro de árbitros. Mi hipótesis es que conocer o no conocer las reglas de cualquier actividad no tiene importancia. ¿O acaso sólo son atraídos por el crimen aquellos que conocen a la perfección el Código Penal?

Lo que no termina de convencerme del rugby es su escasa aventura, su lógica de la interrupción y la fluidez cero, el congelamiento de la escena en coreografías de lucha grecorromanas donde treinta tipos se enchastran en el barro sin que se alcance a ver dónde está la pelota. No niego que esa trabazón pueda generar alguna expectativa cuando de la masa de asfixiados se desprende una carrera solitaria hacia el try, como si el que escapa estuviera jugando a otro deporte, pero el resto es una bola de tedio.

La única emoción concreta que sentí por Los Pumas fue en un pasaje del mundial de 2007, en el primer partido contra Francia, cuando los jugadores se mantuvieron como tejidos entre sí a milímetros de la línea de fondo durante varios minutos. Pensé: es la imagen de Napoleón y su ejército pateándole la puerta al rancho de campaña de San Martín. Evidentemente se soltó en mi interior algún resorte chauvinista que no tenía bien soldado, un hecho inesperadamente francófobo para un amante de Proust y Godard, que me encontró haciendo una fuerza argentina contra todo el poder de Francia, el actual y el acumulado.

Retrospectivamente veo claro que Los Pumas, un grupo de atletas extraídos de los yacimientos de la prosperidad nacional fueron, más que otras veces, si no por primera vez, sudamericanos. Pero también ocurrió que me había quedado grabado el modo operístico con que cantaron el Himno antes del partido, y la escena, por decirlo así, me compró. Por otra parte, como ocurre con cualquier disputa deportiva de cierta escala, la publicidad de marcas internacionales se había vuelto de golpe una agencia de propaganda nacionalista de cuyos efectos sentimentaloides se ve que no pude escapar.

Si planteo esta discusión en una de las capitales del rugby, no es para dirimir el absurdo de si el rugby es bueno o malo -es un buen deporte, nadie lo niega- sino para considerar, a menor distancia de la que se usa a menudo, los valores intangibles que enarbola y que, al parecer, serían irrefutables.

Hace un tiempo, estoy casi seguro que fue en el programa de Jorge “Patuti” Cerviño, que sintonizo con regularidad porque al sentirme tan extraño al rugby siento que me traen noticias de otra galaxia, escuché una entrevista a alguien que hablaba de su infancia y juventud de rugbier, y de cómo esos años le habían enseñado cosas útiles para la vida.

Lo que hacía el entrevistado, conmovido por la velocidad con la que se va el tiempo, era darle a ese aprendizaje el carácter de escuela informal que, se dice, también tienen los bares y la Universidad de la Calle: “la larga y lenta universidad”, diría Roberto Bolaño.

En el fondo, el entrevistado no hacía otra cosa que hablar con melancolía de la juventud perdida, de los años mozos y de una enseñanza que, sin dudas, pudo habérsela dado cualquier otra “escuela”. Lo que celebraba de ese pasado no era tanto los valores del rugby como la existencia de las asociaciones civiles y su modo de reproducir el clima familiar a mediana escala.

Volviendo a Oscar Wilde, que no sólo tenía una frase para cada cosa (a veces tenía dos), recordémosle a su memoria enterrada en el cementerio de Pere Lachaise que tanto el rugby como el fútbol y, por lo tanto, los caballeros y las bestias, son ramas de un mismo árbol llamado fútbol medieval.

Durante siglos se enfrentaron un pueblo contra otro con el propósito de llevar la pelota (fuese una roca esférica o una achura de animal) a metas distantes entre sí por miles de metros. Imaginemos un San Luis Vs. CASI, jugado a la antigua por todos los ciudadanos de La Plata contra todos los de San Isidro, con las respectivas metas en el centro de ambas ciudades. Las reglas se van haciendo “mientras tanto”. De luchas así surgieron unos grupos que se inclinaron por la pelota redonda, y otros que lo hicieron por la ovalada.

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