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Derechos de perros y argumentos para la mona
Por JOSE MARIA TAU (*)
En 1954, la ley 14.346 significó un avance al tipificar y establecer penas para actos de maltrato con los animales. Consideró crueldad incluso “experimentar con animales de grado superior, en la escala zoológica, al indispensable según la naturaleza de la experiencia”.
La madrugada del jueves 17, Diputados dio sanción a la ley que prohibe y castiga con penas de prisión e inhabilitación las competencias de canes en todas sus formas.
El hito dentro de la historia de los derechos de los animales y cierre de los zoos lo marcó en Argentina el caso de la orangutana Sandra, enferma hoy de tuberculosis y, por eso, imposibilitada de ser trasladada a un “santuario brasileño”.
El Derecho de tradición romanística distinguió entre personas y cosas. Sólo las personas (humanas, o jurídicas -formadas por y para seres humanos-) podían ser sujetos de derechos y obligaciones. Que todo ser humano se considere persona fue una conquista civilizatoria. Los esclavos fueron considerados cosas.
Aún hoy carecen los animales de un encuadre legislativo específico y, según aquella dicotomía, podrían ser considerados cosas. Pero la legislación francesa reciente los consideró “seres vivos y sensibles” que, sin ser sujetos humanos, merecen protección y ser portadores de derechos. Así, con motivo de un “habeas corpus” presentado a favor de Sandra (alojada en el zoo de Buenos Aires, nacida en cautiverio en Alemania hace 30 años), una Cámara de Casación la consideró en 2014 “sujeto de derecho no humano”.
En octubre de 2015, la jueza Elena Liberatori hizo lugar a otro amparo y ordenó al Gobierno de la Ciudad garantizarle “… las condiciones adecuadas del hábitat y las actividades necesarias para preservar sus habilidades cognitivas”. Pero al fundamentar su decisión fue mucho más lejos que la Cámara, considerando a Sandra no sujeto de derecho no humano, sino persona no humana.
En los considerandos, junto con reconocidos docentes menciona expertos en conducta animal para quienes “… los orangutanes son una especie pensante, sintiente e inteligente, genéticamente similares a los seres humanos, con similares pensamientos, emociones y sensibilidades y auto-reflexivos” y “Sandra es una persona-mono única, con su propia historia, carácter y preferencias que deben ser respetados en la toma de una decisión que más le convenga”. En junio de este año, otra Cámara desestimó el traslado de la orangutana fuera del zoo por su estado de salud, retomando la expresión correcta.
Persona es un concepto filosóficamente complejo. Desde Boecio (autor por quien Occidente conoció a Aristóteles) alude a cierta dignidad intrínseca, algo irreductible, único e irrepetible en su singularidad. Durante siglos, no sólo la teología, sino también la filosofía encontraron fundamento para la dignidad humana en el relato bíblico de la creación a imagen de Dios.
El genoma del chimpancé difiere del humano en un 1,2% y del orangután en un 1,8%. Genéticamente seríamos más parecidos a los chimpancés que estos al orangután
Cuando la idea de dignidad se desprendió de esa referencia trascendente, desembocaría en antropocentrismo: el hombre asignando sentido no sólo a su propia vida, sino también al Universo entero. Y nadie podrá ya ponerse de acuerdo en qué caracterizaría lo humano y la razón de la eventual dignidad de la persona.
Desde Hobbes, ciertas líneas de pensamiento se deleitaron en resaltar sus zonas más oscuras. Otras persisten en el mito romántico y la idea de Rousseau del buen salvaje a quien la sociedad pervirtió.
Se reiteran hasta el cansancio las tres “heridas narcisistas” que le habrían destituido de aquélla pretendida centralidad: Copérnico del espacio, Darwin de su singularidad biológica y Freud de su racionalidad.
Según el fallo de Liberatori, parecía haber tocado el turno del Derecho para seguir con la destitución.
Pero con la genética no aclara, sino que profundiza la cuestión antropológica. El genoma del chimpancé difiere del humano tan sólo en un 1,2 %, el del gorila en un 1,4 % y el del orangután en un 1,8 %. Esas diferencias parecen mínimas, pero genéticamente seríamos entonces más parecidos nosotros a los chimpancés, que ellos mismos a los orangutanes...
Contrariamente a lo sostenido por los amparistas con su crítica al “especismo antropocéntrico” (afirmando que “tienen cultura, capacidad de comunicarse y un rudimentario sentido del bien y del mal”) discernir entre el bien y el mal es propio del ser humano. Aunque esa capacidad pueda estar solamente en potencia, frecuentemente oscurecida y, a veces, hasta obturada por su perversión o enfermedad, precisamente allí radicaría el fundamento de su dignidad… y responsabilidad. En el sentido y conciencia moral.
No hay derechos sin deberes. Si aspiramos a tener derechos, es porque el hombre puede asumir deberes, que están antes incluso que cualquier ordenamiento jurídico. ¿Puede asumir deberes un orangután?
Sólo la persona humana encarna ese animal capaz del alarido y del grito, pero también el canto y la plegaria. De hacer brotar del dolor la poesía y música más sublimes. De la más horrenda crueldad, pero también de la generosa entrega de sí mismo. De angustiarse y hasta desesperarse por su miseria. Capaz de amar.
Bienvenido todo lo que lleve a valorar a nuestra madre tierra y los derechos de los animales. Prohibido usarlos en circos, o maltratarlos en calles. Cuidemos a nuestra elefanta Pelusa. Aunque parecen destinados a correr, bienvenida también la ley que prohibe usar los galgos para carreras, en tanto implican maltratarlos o mutilarlos.
Pero para cuidar y amar los animales no hace falta seguir devaluando al ser humano. Menos aún, dejar atrás siglos de tradición filosófica y situarlo no ya lejos del centro de la “creación”, sino en los más bajo de la naturaleza. Sería como argumentar para la mona.
(*) Abogado, vicepresidente de la Asociación Argentina de Bioética Jurídica
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