“El nombre”: el derecho a la identidad

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Por Irene bianchi

“El nombre”, de Griselda Gambaro. Actuación: Mirta Azzano. Escenografía: Zacarías Gianni. Diseño gráfico, puesta en escena y dirección: Paula Boero. Sala de Teatro Las Tablas, calle 40 entre 18 y 19.

Griselda Gambaro es una dramaturga descomunal. Durante la prolífica década del 60, presentó en el legendario Instituto Di Tella relatos de “Madrigal en ciudad”, “El desatino”, y obras como “Las paredes”, “Los siameses”, “El campo”, “Nada que ver”, “Sucede lo que sucede”, que provocaron sumo interés por parte del público y de grandes directores (José María Paolantonio, Jorge Petraglia, Augusto Fernándes, Alberto Ure, Roberto Villanueva), y cierto desconcierto en los críticos, por la dificultad de encasillar sus textos tan poéticos en un solo género.

Durante la dictadura militar, la Gambaro debió exiliarse en España. Su novela “Ganarse la muerte” (1977) fue considerada “subversiva”. A su regreso al país, participó en Teatro Abierto con “Decir sí” y “La malasangre”. A partir de allí, la directora Laura Yusem abordó la puesta de otras tantas obras: “Del sol naciente”, “Antígona furiosa”, “De profesión maternal” y “Lo que va dictando el sueño”.

La directora Paula Boero, junto a la actriz Mirta Azzano, abordan un monólogo: “El nombre”. Como en la mayoría de su dramaturgia, la autora apunta aquí, entre otras cosas, al tema del poder. El personaje es una empleada doméstica a quien, por decirlo de alguna manera, se le niega el derecho a portar su verdadero nombre, negándosele de esta manera su verdadera identidad. Cada “patrona” o “señora” le asigna caprichosamente un nombre diferente, según su gusto o conveniencia. Así María pasará a llamarse Ernestina, Lucrecia, Florencia, Eleonora. El poder ejercido por quien la contrata (que también la deja en la calle como un bien descartable, sin miramientos), es quien dictamina cómo deberá llamarse mientras viva en esa casa.

Mirta Azzano compone una criatura frágil, vulnerable, solitaria, perdida, desquiciada, sin rumbo. Repasa su vida hablando con un interclocutor imaginario. Cree ver cosas que no existen. Se sobresalta, se emociona. Recrea a “Tito”, el niño que cuidaba, a quien amaba como el hijo que nunca tuvo ni tendría; o la anciana no tan mala, que la confundía con su hija y le aconsejaba no envejecer.

Soberbio trabajo el de la actriz, por la sutileza, los matices, las transiciones, los visibles subtextos traducidos en gestos y miradas. Genera inmediata empatía y conmiseración. Impecable.

La directora recurrió a un elemento formidable: una tela larguísima que se va convirtiendo en cuarto, ventana, cama, flores, torta de cumpleaños, velita, bebé, muchacho, a medida que la actriz va recorriendo las distintas escenas. Gran acierto de una puesta ágil e inteligente.

“¿Qué importancia tiene un nombre?”, se pregunta el personaje. Indudablemente, toda.

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