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Por Sergio Sinay*
Por Sergio Sinay*
Basado en una historia real. El muchacho, llegado cierto punto del noviazgo, decide ofrecerle matrimonio a la chica. La relación ha sido excelente hasta allí y el próximo e inevitable paso parece ser la boda. Dicho y hecho. Le pregunta, de rodillas, si quiere casarse con él. Ella lo mira a punto de lagrimear y responde: “Sí, mi amor”. En ese momento unas 30 mil personas irrumpen en una ovación. Abundan los “viva” y los “hurra”. La respuesta de la chica se celebra como un gol en una final de campeonato. No es para menos. La escena tiene lugar en un estadio deportivo. Transcurre en Miami, los protagonistas son argentinos. Él la invitó a ver un partido de fútbol americano universitario. Ella aceptó. Él había preparado todo. Las cámaras ocultas, la transmisión de la escena por las pantallas gigantes del estadio, la sincronización con los camarógrafos, con los técnicos, con la cabina de control. No le resultó económicamente gratis, pero consideró que valía la pena. Ella no estaba anoticiada. El público tampoco. Sorpresa para todos. ¡Hurra! ¡Viva! ¡Gol!
Como en las películas, pero en la vida real, razón por la cual se reservan los nombres de los protagonistas. En las películas funciona y hasta viene bien. La comedia romántica es uno de los géneros que el cine nos ofrece como parte de un pacto de evasión, a veces necesario. Tanto en las películas como en la literatura se nos pide que suspendamos por un tiempo nuestra incredulidad y que nos entreguemos sin reserva a la historia que se nos cuenta.
Si volvemos a la realidad tangible y cotidiana, la escena narrada es un claro síntoma de uno de los fenómenos más inquietantes de estos tiempos. El fin de la intimidad. La transparencia patológica. Todo debe estar a la vista, las luces de los escenarios en que vivimos nunca se apagan, el pudor desaparece. El momento fundacional de una pareja suele ser uno de los recuerdos más propios, constitutivos e intransferibles que le queda cada miembro de esa relación y a la memoria del vínculo. Joyas preciosas y únicas. Episodios, que, llegado el caso, se revelarán cuidadosa y afectuosamente ante quienes formen parte de la red más cercana, querida y confiable. Todo lo contrario de lo ocurrido en el estadio de Miami, donde esa preciosa circunstancia íntima se convirtió en espectáculo público. Distracción y entretenimiento para miles de desconocidos, circunstanciales, que tendrán algo gracioso para contar, aun sin saber de quiénes están hablando.
Además de las cámaras que vigilan todos nuestros movimientos en calles, edificios, locales, centros comerciales, etcétera, pedimos más control, que nos sigan incluso al baño, que no dejen de observarnos ni allí. Y a esto le agregamos la adicción a la fotografía y a las “selfies”. Desperdigamos como polvo en el aire decenas, centenas o miles, de imágenes de cada uno de nuestros actos (comer, dormir, bañarnos, besarnos, nadar, acariciar a nuestras mascotas, brindar, en fin, lo que fuera), como si necesitáramos desesperadamente que alguien nos vea para tener la seguridad de que existimos. Al no tener intimidad, vamos perdiendo la posibilidad de comprobar nuestra existencia por nosotros mismos, retirándonos al interior de nuestro corazón o, lisa y llanamente, a un lugar propio y reservado, sin luces, sin cámaras.
Agreguemos a esto que cada uno de nuestros pasos en internet, ya sea que se trate de redes sociales, compras o rastreos en los motores de búsqueda, son monitoreados y quedan registrados. Como ocurre también con el uso de las tarjetas de crédito o débito. Se sabe qué compramos, a qué hora, en dónde y con qué frecuencia lo hacemos. Así, entre mecanismos de control que se nos dice que tienen la finalidad de cuidarnos (una forma suave de denominar a la vigilancia) e información personal y privada que entregamos entusiasta y cándidamente, construimos un mundo transparente. Claro que en este caso transparencia no significa pureza, sino ausencia de volúmenes, de matices, de contrastes, de reserva, de contacto con la soledad reparadora, de reflexión, de misterio.
A diferencia del secreto, que es un ocultamiento consciente y a veces malicioso de información, el misterio tiene una cualidad casi metafísica. Es aquello que proviene de la singularidad de cada ser, de eso que lo hace único, de aquel altar interior inviolable que a menudo ni él mismo puede traducir en palabras o imágenes. Hay misterio en el devenir del mundo, en las personas, en las relaciones. Los secretos se develan y, si perduran, pueden y suelen ser tóxicos. Con los misterios, en cambio, se vive. Una vida permanentemente volcada hacia afuera, hacia los reflectores y el ruido, constantemente auto fotografiada, sin espacios ni momentos de reserva, es una vida transparente. En ella, finalmente, no se ve nada. En “Anam Cara: el libro de la sabiduría celta”, el sacerdote, poeta y filósofo irlandés John O´Donohue (1956-2000) escribe: “La luz de la conciencia moderna no es suave ni reverente; no demuestra magnanimidad en presencia del misterio; quiere desentrañar y controlar lo desconocido, es similar a la luz blanca, fuerte y brillante de un quirófano. Esta luz es demasiado directa y clara para ofrecer su amistad al mundo umbrío del alma”.
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La imagen del quirófano es muy apropiada. Nunca como allí estamos no solo desnudos, sino además abiertos, con nuestros órganos a la vista. Solo el alma no puede ser monitoreada en ese ámbito. Vivimos bajo la luz de neón, dice O´Donahue, en este inspirado libro en el que reflexiona sobre el trabajo, la amistad, la vejez y el valor de la soledad elegida.
Con la intimidad desaparece también la subjetividad. Y pasamos a habitar un mundo promiscuo. Cuando todo se dice y se muestra, sin discernir cómo y a quién, cuando cualquier receptor es válido siempre que preste atención (aunque fuese por un segundo) a lo que yo emito y amplifico, cuando todos evacuamos nuestra privacidad al mismo tiempo en un pozo común, nadie es nadie. No quedan espacios propios y sagrados, sea en la persona o en un vínculo. Es como si todos estuviéramos desnudos y apretados en un sitio mínimo y sofocante, con nuestras pieles pegoteadas una con otra y sin la distancia necesaria para mirar al otro. Un sujeto se construye con materiales tales como espacio propio, temas propios y no compartibles, momentos de silencio y de retiro, autonomía en sus acciones y elecciones, pudor (no confundir con vergüenza), tiempo de reflexión y auto indagación. Y se planta en un jardín de intimidad para ofrecer desde ahí su fruto al mundo, a los demás.
“La multiplicación de los emisores posibilitada por los nuevos medios electrónicos, permite que cualquiera sea visto, leído y oído por millones de personas. La paradoja es que esa multitud acaso no tenga nada que decir. Se expande así esta multiplicación de voces que no dicen nada, aunque no dejen de vociferar”. Así reflexiona la antropóloga argentina Paula Sibilia en su trabajo “La intimidad como espectáculo”. Quizás la recuperación de la intimidad permita que cada uno tenga nuevamente algo que decir, algo propio y único. Algo dicho fuera de los haces de la promiscua luz de neón que nos encandila.
“La comedia romántica es uno de los géneros que el cine ofrece como parte de un pacto de evasión”
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