La pandemia de la “dolaritis”

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Vaya uno a saber cuándo, quién y dónde nos inoculó el virus. Los memoriosos dicen que fue allá, a mediados de la década del setenta, que comenzaron a aparecer los primeros casos aislados. En los ochenta creció desmesuradamente y en los noventa, directamente, se transformó en epidemia. Se llega así hasta estos días, donde el virus de la “dolaritis” se convirtió definitivamente en pandemia.

Es más que llamativo lo que ocurre, porque los alcances de la enfermedad están absolutamente contenidos dentro de las fronteras argentinas, con sólo dos excepciones: el verano de Punta del Este, donde las fiebre argentina todo lo puede transformar y Venezuela.

En el resto del mundo medianamente civilizado, todas las sociedades han aprendido a convivir con su moneda y en líneas generales (siempre hay excepciones) a nadie se le ocurre programar o gestionar su vida en función del dólar.

Quien haya tenido la suerte de viajar por el mundo lo puede comprobar fácilmente. Antes de comprar cualquier producto, digamos en la India, Holanda, Francia, España o Brasil, haga la prueba de preguntarle al dependiente cuánto sería en dólares lo que usted pretende adquirir. El 90 % de los vendedores, seguramente, primero tendrá que averiguar la cotización de la moneda americana que, además, debe figurar en el nonagésimo lugar de sus prioridades.

Ahora, haga revés y recuerde la última vez que salió a recorrer alguna zona de restaurantes o de paseos comerciales de Buenos Aires, Mar del Plata (ni hablar de la Patagonia), Córdoba o Mendoza. ¿No le llamaron la atención esos cartelitos pegados con cinta scoth en los que se lee: “Dólar: $21, Euro: $26”? ¿O es que de tan acostumbrado a verlos ya le parecen normales? De ser esta la respuesta, alguien debería explicarnos que no; que eso no es lo normal. Pero, claro, esto es Argentina, donde los análisis no son fáciles.

El periodista Nahuel Gallotta en su libro “La Conexión Bogotá” describe un costado que nos pinta de cuerpo entero como sociedad. Cuenta que los más refinados ladrones colombianos eligieron como destino de sus fechorías a nuestro país cuando descubrieron que los argentinos se desviven por ahorrar en dólares, y que como no le tienen confianza a los bancos, guardan “bajo el colchón” los ahorros de toda una vida.

Hermoso escenario para ladrones de guante blanco (y no tanto) que en una noche y con un sólo golpe se apoderan de pequeñas fortunas que, además, sus dueños no pueden denunciar porque, generalmente, ni declaradas están.

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