La peor inflación no es económica
Edición Impresa | 29 de Abril de 2018 | 09:44

Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com
Reducida a una cuestión solamente económica la inflación puede definirse como una carrera entre el dinero y los precios, en la cual el dinero siempre es derrotado y pierde día a día su valor. Por ese motivo se la llama impuesto oculto y también impuesto a la pobreza, ya que quienes menos tienen más se perjudican. Los argentinos somos expertos en el tema, no porque todos hayamos estudiado economía, sino por experimentar en carne propia, año a año, generación tras generación lo que este proceso significa. Ya en el siglo dieciocho, Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799), astrónomo y escritor alemán, primer profesor de física experimental en su país, y célebre además por sus agudas observaciones y aforismos, dedujo lo siguiente: “La inflación es como el pecado; cada gobierno la denuncia, pero cada gobierno la practica.” Ni que hubiese vivido en la Argentina contemporánea.
Pero, así como la economía es apenas un emergente del rico entramado social y de las interacciones humanas, la inflación puede verificarse en muchos otros ámbitos, además del económico. Y del mismo modo en que siempre refleja cómo un símbolo pierde su valor, también puede mostrar de qué manera un valor moral pierde su significado. Tomemos como ejemplo la relación que existe entre responsabilidad y culpa. La responsabilidad es aquel valor que ponemos en vigencia cuando respondemos a las consecuencias de nuestras acciones. Y cuando esa respuesta, lejos de ser una mera enunciación o una frase, se traduce en actitudes, en reparación, en enmienda. En donde se ejercita la responsabilidad mengua la culpa y en donde aquella desaparece, la culpa se acrecienta. Es que las consecuencias de las acciones humanas no se borran porque se las ignore o se las niegue. Están ahí. Si el responsable huye o se esconde, aquella consecuencia le será atribuida a otro. Este no será el verdadero responsable, sino que se habrá convertido en el culpable en el cual recae la sanción.
No hay que mirar muy lejos, basta con prestar atención a los ámbitos en los que nos movemos, para advertir la frecuencia conque se produce este escamoteo de responsabilidad y esta búsqueda del culpable apropiado (siempre se encontrará alguno para cargar con el sayo). El resultado de este operativo es un descenso del índice responsabilidad y un crecimiento del de culpabilidad. En pocas palabras, la ausencia de responsabilidad genera inflación de culpa.
INFLACIONES VARIAS
Para mantener su valor en el intercambio de bienes y servicios, el dinero, que es un símbolo que no vale por sí sino por el contrato social que le adjudica validez, necesita respaldo (reservas de algún tipo, como el oro en algún momento o el dólar en otro). Se pueden imprimir millones de billetes, pero sin ese respaldo no tendrán valor, lo que nos obligará a llevar una carretilla llena de ellos para comprar un alfajor. Eso es inflación. Y así, también, sin el respaldo que significa el ejercicio cierto de la responsabilidad, en cualquier comunidad humana (desde una familia hasta un país entero) los culpables se multiplican minuto a minuto.
“Los valores morales son el fruto de un acuerdo forjado a lo largo de la historia”
No este el único caso en que la moral sufre el fenómeno de la inflación. Ocurre también con la sinceridad y la mentira. Tomemos nuevamente cualquier vínculo humano (pareja, familia, grupo de trabajo, grupo de amigos, equipo deportivo, etcétera) y es posible que lleguemos a la misma conclusión. Si la mentira, la tergiversación y el ocultamiento comienzan a transformarse en hábito en las interacciones de ese conjunto de personas, la cuestión no quedará ahí. Cada mentira dejará una huella (ya se sabe que la mentira tiene patas cortas) y en cuanto sea descubierta, atentará contra el valor de la verdad y producirá, paso a paso, una inflación de descreimiento que inevitablemente terminará por corroer los cimientos del vínculo del que se trate.
Esta matriz funciona, igualmente, en la relación entre confianza y sospecha. La confianza, como el amor, como el compromiso, no nace hecha. Se va construyendo y consolidando a partir de acciones y actitudes. Una persona, un grupo, un organismo, una institución, una organización, un líder, un gobierno se hacen confiables a partir de la coherencia entre sus dichos y sus hechos. En toda interrelación esa coherencia incrementa la confianza, la hace sólida, permite el acercamiento entre las personas y facilita la construcción y realización de metas comunes. Nadie es confiable simplemente por decir “Confiá en mí”. Tampoco un billete de un millón de dólares, en caso de existir, valdría un céntimo si no estuviera respaldado por algo más que la palabra de quien lo emite. Si no se sostiene en hechos la confianza pierde valor y da lugar a una creciente inflación de desconfianza, de sospecha hacia quien promete algo, está designado para una tarea o, sencillamente, forma parte de nuestro escenario cotidiano.
Ni hablar, siguiendo esta línea, de lo que sucede en la ecuación honestidad-corrupción. Al igual que con la confianza, no es honesto quien se proclama como tal, sino el que lo demuestra a través de sus acciones y de sus conductas. Abundan los discursos y promesas de honestidad que carecen de todo respaldo. Palabras que el viento se lleva a lugares insondables, de la manera en que la inflación económica se lleva nuestros billetes antes de que alcancemos a contarlos o acomodarlos en nuestro bolsillo. Y con cada acto deshonesto, la inflación de corrupción crece como una bola de nieve. Más que nunca, en este caso es preciso señalar que la corrupción no es un fenómeno económico. Esa es apenas su apariencia, la corrupción es, ante todo, moral. Y cuando hay inflación de ella, una sociedad entera está en peligro.
LOS VALORES QUE VALEN
Los valores morales son el fruto de un acuerdo de convivencia que los humanos fuimos forjando y firmando a lo largo de nuestra historia y nuestra evolución. Ese contrato deja en claro lo que se debe y lo que no se debe, lo que se puede y lo que no se puede. Todo ello con miras a la mismísima supervivencia de la especie en primer lugar y a que esa supervivencia se dé en condiciones que permitan a cada uno desarrollar y aportar al conjunto lo mejor de sí mismo. Por eso la moral no es opcional. Aún así, y aunque parezca contradictorio, vivir moralmente es una elección. Y porque muchos eligen no hacerlo, es que se producen esos fenómenos inflacionarios que, como vemos, afectan a los valores. No a los de la Bolsa, sino a los verdaderamente trascendentes, los que se vinculan con el sentido de la vida de cada individuo.
El filósofo alemán Emmanuel Kant (1724-1804), que ahondó profundamente en las cuestiones morales, y cuyo pensamiento es influyente aún hoy, formuló lo que llamó “imperativo categórico”. Esa propuesta puede sintetizarse de esta manera: “Actúa de tal modo que tus acciones puedan convertirse en leyes universales”. Es decir, si vas a robar pensá antes si estarías de acuerdo en que todos los hagan. Igual si vas a mentir, a defraudar, a culpar a otros por tus responsabilidades no asumidas. Si estuvieras de acuerdo, diría Kant, todos mentiríamos, robaríamos, mataríamos y echaríamos culpas a rajacincha. Con lo cual, acaso no tardaríamos en desaparecer. Víctimas de la peor de las inflaciones.
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