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SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY
De manera todavía silenciosa, y poco advertida para muchos, nos enfrentamos a una aguda contradicción. Por una parte, existe preocupación por generar nuevas fuentes de trabajo para una población que crece tanto aquí como en el mundo. Por otro lado, se expande, sobre todo entre los fanáticos y adictos a las novedades tecnológicas, el entusiasmo por las posibilidades que se supone ilimitadas de la inteligencia artificial. La paradoja consiste en que probablemente ambas cosas sean opuestas y no necesariamente complementarias. Sobran ejemplos. Se nos ofrecen diariamente imágenes, textos y videos en los que se nos muestran robots cada vez más desarrollados, capaces de desempeñarse en tareas que hasta hoy son patrimonio de los humanos. Estos entes artificiales aparecen en fábricas, oficinas, hogares, siempre presentados por sus creadores y desarrolladores con una sonrisa triunfal y con exaltadas explicaciones sobre las virtudes de los androides.
Como buenos ilusionistas, los tecnólogos entretienen nuestra atención con los movimientos de una mano mientras realizan el truco con la otra. En estos casos, mientras nos maravillamos con las capacidades de los muñecos electrónicos, dejamos de ver que, en la realidad, ellos desplazará de sus empleos a cada vez más personas de carne y hueso. Se nos explica entonces que quienes pierden sus trabajos se desempeñaban en realidad en tareas repetitivas, automatizadas, que no requieren creatividad ni capacidades cognitivas. El mensaje oculto pretende decir que los robots liberan a esas personas de pesadas cadenas, que les devuelven tiempo secuestrado y que los habilitan para dedicarse a cuestiones más significativas. Una manera edulcorada, y en alguna medida cínica e hipócrita, de desviar la atención. Porque cada persona remplazada por un robot es alguien que perdió su trabajo.
Nuevos argumentos responden a las evidencias planteadas aquí. Se dice que habrá nuevos empleos, nuevas tareas y ocupaciones para quienes son excluidos por el avance de la artificialidad. Esta promesa, sin embargo, no deja de ser, por ahora, solo eso. Esos nuevos trabajos no aparecen en la misma medida en que crece el desempleo. Y sus descripciones, incomprobables la mayoría de las veces, se perciben más fantasiosas que realistas. Operarios, recepcionistas, responsables de atención al usuario, maquinistas, conductores de transporte público, vendedores y hasta profesionales como médicos o psicólogos integran, entre otros, las primeras filas de amenazados. Se irán sumando otros. En su libro “21 lecciones para el siglo XXI”, el historiador y antropólogo israelí Yuval Noah Harari, autor también de “De animales a dioses” y “Homo Deus” y reconocida autoridad en el estudio de la evolución de la especie humana, advierte: “Quizás la revolución tecnológica eche pronto del mercado del trabajo a miles de millones de humanos y cree una nueva y enorme clase inútil que lleve a revueltas sociales y políticas que ninguna ideología existente sabrá cómo manejar. Todos los debates sobre tecnología e ideología pueden parecer muy abstractos y lejanos, pero la perspectiva muy real del desempleo masivo (o del desempleo personal) no deja indiferente a nadie”.
Porque cada persona remplazada por un robot es alguien que perdió su trabajo
Harari apoya sus palabras en sólidos argumentos e información y a muchas figuras políticas, entre ellas presidentes de países, alentadas por asesores oportunistas, les da por decir que lo leen con atención o que se comunican con él, pero en la práctica, y a la luz de sus políticas, no parece que entendieran de lo que habla y sobre qué advierte este pensador. En tanto el factor humano se siga considerando solo como un costo desde el punto de vista económico y los avances tecnológicos sean pensados antes que nada como negocio y se vayan divorciando cada vez más de las reales necesidades de las personas, la amenaza será más potente. Lo cierto es que hoy los nuevos trabajos no aparecen, los desempleados son reales, y el futuro del trabajo, al son de las nuevas tecnologías, parece mucho menos promisorio de cómo se pretende pintarlo.
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El ensayista británico Mark Fisher (1968-2017) plantea en su obra “El realismo capitalista” que la tecnología resulta un factor importante en el hecho de que hoy todo trabajo sea precario. En cualquier tarea, dice, quien la desempeña debe estar siempre disponible, con cada vez menos derecho a una vida privada o a la intimidad. Esto es así porque, explica Fisher, el empleador compra “paquetes de tiempo”. Compra, en fin, veinticuatro horas de disponibilidad absoluta (apagar el celular, no responder de inmediato conlleva riesgo de despido). En esto ningún humano podrá competir victoriosamente con un robot (aunque deje de dormir, de comer y de atender necesidades fisiológicas). Y, además, el androide no reclama aumento de salario, ya que en realidad no tiene salario, no pide vacaciones, es ajeno a leyes y derechos laborales, no se afilia a sindicatos, no requiere prestaciones sociales, y ante la aparición de un nuevo modelo es remplazado sin quejas y sin remordimientos por parte de nadie. Pareciera ser que solo en este punto robots y humanos coinciden. Ambos son descartables.
Harari recuerda que en 1920 un trabajador agrícola echado a raíz de la mecanización podía encontrar trabajo en una fábrica de tractores y que en 1980 un obrero de una fábrica que cerraba podía empezar a trabajar como cajero en un supermercado. Eran cambios posibles porque requerían un limitado adiestramiento. Pero quien hoy es desplazado por la tecnología y se lo consuela con la ilusión de un nuevo empleo no alcanzará (en esto incide la velocidad de los cambios tecnológicos, tan desmedida como absurda) la pericia necesaria para el mismo. Será más rápido y barato, señala el ensayista, enseñarle a alguien nuevo en el mundo del trabajo que “reeducar” al anterior, quien se convertirá en material de descarte.
El interrogante que los tecno eufóricos quizás no se plantearon es el siguiente. ¿Quién comprará y consumirá lo que produzcan los ejércitos de robots y de artefactos regidos por la inteligencia artificial si los desplazados, sin salarios ni dinero, serán una marea de desocupados con alto potencial de resentimiento? Es que a la hora del fanatismo con la inteligencia artificial suele advertirse un default de inteligencia natural. Como resultado de esa carencia es habitual creer que nuevo y progreso son sinónimos. En realidad, lo nuevo es nuevo y solo eso. En la práctica novedad e involución pueden ir de la mano. Sobre todo, en materia de moral, de valores, de empatía y de responsabilidad respecto de la consecuencia de las propias acciones. La soberbia cientificista y tecnocrática, sumadas a la voracidad económica pueden ser muy peligrosas cuando no tienen límites y cuando desprecian el factor humano. Como señala Harari, en el fondo, se trata de proteger algo más que los puestos de trabajo, porque los trabajos evolucionan y cambian. Se trata, antes que cualquier cosa, de proteger a los humanos. Aunque por momentos muchos de los que debieran pensar en ello parecen olvidar que lo son. Y actúan como los robots que crean. Sin empatía y al margen de valores.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"
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