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HÉCTOR AGUER (*)
Según noticias recientes, el Papa Francisco ha decidido dedicar atención y esfuerzos a la reforma de los instrumentos de comunicación de la Santa Sede. Un propósito más que oportuno, necesarísimo en los días que corren. Seguramente las personas elegidas son competentes y gente de fe, por lo cual podemos esperar resultados óptimos para la Iglesia, que en aquella instancia suprema informará mejor, y para el mundo, el cual –a pesar de las trapacerías que suelen intentar los “lobbies” adueñados de las fuentes globales – tendrá la oportunidad de conocer la verdad de la vida eclesial. No es justo, sino una engañifa de grupos ajenos a nuestra realidad, y aviesamente intencionados, presentar a la “Catholica” como una mera institución de este mundo, una especie de ONG a la que podrán atribuírsele fines laudables y obras de innegable humanidad, pero cercenando su índole misteriosa y sobrenatural. En efecto, ella es presencia de Cristo mismo extendida en el tiempo, mientras la tierra gira sobre su eje, se desplaza alrededor del sol y, con el sistema que esta estrella más cercana preside, se lanza a velocidad espeluznante hacia la constelación de Hércules. Habría que acompasar este movimiento al otro: la cuerda de la historia humana que se va descargando hasta que el Ángel del Apocalipsis proclame: “¡No habrá más tiempo!” (Apoc. 10, 6). Es decir, hasta que retorne el Resucitado, como lo ha prometido.
La Iglesia no puede descuidar su presencia en los medios de comunicación, so pena de abandonar a sus fieles, y a la sociedad toda, a la potente, y a veces prepotentes, autoridad del periodismo o dejarlos a merced del universo anárquico de “las redes”, que en la actualidad se permite desplazar a la organización de los medios tradicionales. Dos peligros que entrañan sendos desafíos. En uno y otro caso, se trata de infiltrar en ambos mundos la conciencia de la verdad y el amor a ella. En diversas ocasiones he expresado mi impresión de que en la Argentina la iglesia Católica está ausente de los centros en los que se gestan incesantemente nuevas vigencias culturales. Ausente –digo- de modo institucional, coordinado y eficaz. Siempre encontraremos uno u otro aventurado, o un pequeño grupo, con intención de representarla, pero sin respaldo del Cuerpo eclesial, que lo desconoce, lo abandona o lo descalifica. Y por supuesto, luchando por sobrevivir, sin la innombrable plata. Además de los casos aislados que podrían descubrirse, reconozco dos proyectos históricos excepcionales, protagonizados por laicos. A ellos encomienda el Concilio Vaticano II “coordinar sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando incitan al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes” (Lumen Gentium,36). Otra consigna del mismo tenor: “Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las realizaciones humanas” (ib.). Más aún, “están obligados a cristianizar el mundo” (Gaudium et spes, 43). El primer modelo lo ofreció la pléyade de hombres que en los años 80 del siglo XIX luchó contra el laicismo que pugnaba por imponer su impronta en la sociedad argentina. Algunos nombres ilustres, que se jugaron también en el ámbito político, no deben ser olvidados: José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Félix Frías, Emilio Lamarca, Manuel B. Pizarro, y muchos otros, que se reunieron, a partir de 1879 en la Academia del Plata, institución benemérita que sigue existiendo con pujanza.
La Iglesia no puede descuidar su presencia en los medios de comunicación
El otro paradigma es el que ofrecieron, entre 1920 y 1940, los Cursos de Cultura Católica, que reunieron lo mejor del pensamiento, las letras y el arte de la época, sostenidos por la gran tradición de la cultura cristiana; estos lograron la participación de José Ortega y Gasset, quien conociendo bien la situación del país, nos dejó aquel consejo, o más bien una norma de sabiduría: “Argentinos: “¡a las cosas!” Es decir: superen los devaneos estériles, reconozcan y asuman la realidad. El fenómeno de los Cursos no se repitió con aquella concentración de identidad y apertura a todas las corrientes; las revistas por ellos editadas fueron muestras ejemplares de la potencialidad comunicativa del laicado: Ortodoxia, Convivio, Criterio, Sol y Luna…No faltan hoydía presencias solitarias, inconexas, que no pesan en la sociedad argentina como presencia eclesial. No cuentan con el favor de los medios de comunicación, ni entran en las mediciones del “marketing” cultural, y me atrevo a pensar que son ignorados por el oficialismo eclesiástico. El campo más desolado es el político; los lances electorales dan pena. Nuestro pueblo parece artificial y malsanamente politizado, pero falta la política verdadera, la arquitectónica, la “politique d’abord” que postulaba Charles Maurras, referida a la Nación y a su bien común. Sólo enjuagues vergonzosos e inciertos. No son presencia eclesial en el mundo de la “politéia” auténtica los abrazos cuasi litúrgicos con políticos y sindicalistas corruptos. ¡Cuántos macaneos y cretinadas debe contemplar la callada imagencita de nuestra Madre de Luján!
Retomo particularmente lo sugerido sobre la ausencia de la Iglesia en los medios de comunicación. Hay varios periodistas considerados expertos en cuestiones religiosas. Con todo respeto por las personas, debo decir que es asombrosa la liviandad con que frecuentemente se expresan: ignoran la teología y la historia de la Iglesia, lo que Benedicto XVI llamó la gran Tradición eclesial. Proyectan sobre ella una visión sociológica y política; la naturaleza del Cuerpo Místico de Cristo y de las relaciones entre sus miembros les son desconocidas. Tales periodistas suelen abrevarse en los conventículos de chismes clericales, cuentan con dos o tres referentes en los que confían porque piensan como ellos, y después de 60 años conservan las interpretaciones reduccionistas y rupturistas de lo que dio en llamarse “el espíritu del Concilio”, tantas veces censurado por Pablo VI. Según ellos hay católicos de izquierda y de derecha, y estos, identificados como “ortodoxos”, “duros”, “pertenecientes al sector conservador de la Iglesia” llevan siempre las de perder en sus crónicas. El “extremismo de centro”, que afectan profesar los periodistas aludidos, les permite echar guiños de favor hacia izquierda, porque así corresponde en el ambiente “progre” en el que se mueven. Los protagonistas que merecen su atención están dialécticamente enfrentados; mediante ese procedimiento la crónica resulta más interesante. La descalificación de los personajes “tradicionalistas” los acompañará hasta la tumba; así lo dicta el prejuicio que de ellos se han formado.
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La cuestión que queda en suspenso es la de la verdad. La búsqueda de la verdad se realiza mediante instrumentos precisos de investigación, pero requiere una intención sana, objetiva, y el amor a esa verdad inquirida, superando el apetito de rápida notoriedad y la tiranía del “rating”.
Quiera Dios que el propósito del Sumo Pontífice, que mencionaba al comienzo, ilumine iniciativas análogas entre nosotros. Por mi parte, debo agradecer al diario El Día por dar cabida a mis ensayos periodísticos. Es una satisfacción para quien escribe saber que puede hacerlo con absoluta libertad.
(*) Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas
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