Carlos Federico Bellone
Edición Impresa | 25 de Febrero de 2019 | 03:05

Tan riguroso consigo mismo como afable en el trato con sus pacientes y alumnos, incansable a la hora de perseguir la excelencia profesional como herramienta para atenuar padecimientos y salvar vidas, Carlos Bellone hilvanó una fecunda trayectoria médica y docente. Su fallecimiento, a los 88 años, provoca dolor entre quienes valoraron la calidad humana, la mesura y la sabiduría que imprimió a su desempeño en diferentes ámbitos de salud pública y privada, y la Universidad Nacional.
Hijo de María Pastena y León Cándido Bellone -propietario de una conocida ferretería de diagonal 80-, hermano menor de José, Carlos Federico nació en Tolosa el 24 de agosto de 1930. Poco después, su familia se mudó a una casona de 48 entre 1 y 2, muy cerca de la Anexa y el Nacional, donde cursó primaria y secundaria y compitió con éxito en torneos juveniles de atletismo.
Doctorado en Clínica Médica en 1956, tras un brillante paso por la UNLP, creó una sala de emergencias en Berazategui junto con sus colegas Horacio Inchauspe y Adolfo Brook. En paralelo, empezó a frecuentar el Policlínico, donde llegó a ser jefe de la Sala I, e instaló su consultorio en 41 entre 7 y 8. A inicios de los ‘80, fue convocado al plantel del entonces flamante hospital Rossi, en el que se convertiría en poco menos que una leyenda, como subdirector de Clínica. También atendió en el Sanatorio Ipensa.
Consejero académico de la facultad de Ciencias Médicas entre 1983 y 1986, tuvo un breve paso por la administración pública provincial. Y fue profesor titular de la cátedra de medicina interna “B” de la UNLP.
Casado en 1956 con Hebe Amalia Oyhanarte, tuvo dos hijas, Diana Amalia y Mariana Graciela -ambas médicas-, que se prolongaron en cinco nietos: Sebastián, Graciana y Luciano Rosa, Ayelén y Juan Pablo Iñigo, y en una bisnieta, Clara Iñigo Sorensen. En 1987, cuatro años después de enviudar, contrajo enlace en segundas nupcias con Mabel Olga Cepeda, quien fue su compañera hasta su fallecimiento en 2014.
Más afecto a la discreción de las bambalinas que a los fulgores de los grandes escenarios, casi infalible en sus diagnósticos, “El Master”, como lo llamaban sus pares, se levantaba a las 4 cada mañana para estudiar tres horas antes de salir a trabajar. Cazador y pescador, culturalmente inquieto, recientemente había abrazado el dibujo y la pintura como modos de expresión.
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