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Raúl A. Galván (*)
Ex subsecretario del Interior de la Nación
“Hay que seguir las ideas, no a los hombres”, decía con convicción aquel que hace diez años pasaba a la historia: Raúl Ricardo Alfonsín.
Cuando murió, los hombres y las mujeres del pueblo, después de tener cansadas las pestañas de tanto contener las lágrimas, las dejamos correr por el muerto ilustre que puso paz en los corazones rencorosos, alimento en las conciencias descreídas, dignidad en la existencia y fe en el porvenir. Los que estuvimos cerca de él aquel día nos dimos cuenta que la muerte es una victoria y cuando se ha vivido con honradez el féretro un carro de triunfo. Llorarlo ahora, fuera poco. Reflexionar sobre sus virtudes e imitarlas es el único homenaje grato a las grandes naturalezas y digno de ellas. Alfonsín trabajó en hacer hombres, porque en vida tuvo el gozo de serlo.
Talento y espacio necesitaría para hablar de esas virtudes y mi homenaje – dentro de mi modestia- se limitará a señalar la lección que nos dejó, como ciudadano de la democracia y como militante de partido, dos dimensiones que enaltecieron su vida.
Es sabido que ningún hombre vale más que todo un pueblo, pero hay hombres que no desfallecen cuando se cansa el pueblo. La lucha de Alfonsín durante las dictaduras, sobre todo la última, alcanza la estatura de aquellos seres privilegiados que tienen el don democrático de sintetizar las fuerzas que nos hacen vivir: la dignidad, la libertad y el valor.
Recuperar la democracia no ha sido sólo mérito de él, pero fue su abanderado. Asumir la presidencia de la República no fue una meta, sino una estación.
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Recuerdo aquel 10 de diciembre de 1983; desde la trinchera donde él me había colocado para ayudar en la obra de reconstrucción democrática, vi el soberbio acontecimiento: aquel día es como si se hubiera roto la muralla de contención de un dique cargado de aguas contaminadas de injusticias, de dolor, de miedos, de persecuciones, de degradación de la libertad, de torturas, de odios enervados, de reclamos postergados, de venganzas inconclusas. Esa había sido la dictadura que concluía.
Su gobierno fue de transición republicana, los más difíciles de los gobiernos. Había que reparar: anular la ley de autoamnistía del régimen militar, someter a la justicia a los responsables del pasado violento: las juntas militares y las cúpulas de las organizaciones guerrilleras; por la paz se superó el diferendo con Chile; por la verdad creó la CONADEP; por la Unión Americana el MERCOSUR; por el derecho de todos los ciudadanos custodió la vigencia absoluta de la Constitución. Hizo todos los esfuerzos en lo social y no lo comprendieron; hizo lo posible en lo económico y no lo escucharon. Siempre hay abismos al lado de la montaña.
“Los hombres pierden la mejor sangre de sus venas haciendo política”, esto nos enseñaba el padre de Cuba José Martí. Esta profecía le cabe a Raúl Alfonsín: la mejor sangre de sus venas la dio a su partido, la Unión Cívica Radical. Fué su presidente, pero sobre todo fue su numen. El radicalismo, que advino a la escena nacional para emancipar al hombre, tuvo en Alfonsín su último gran intérprete.
En un discurso pronunciado en Parque Norte en 1985 planteó como objetivos fundamentales la modernización social, la ética de la solidaridad, la justicia distributiva, la democracia participativa. Para Alfonsín la Unión Cívica Radical es el partido socialdemócrata latinoamericano, el partido de la inclusión social, la justicia, los derechos humanos, la honestidad pública, la economía social, la unión del pueblo argentino y sobre todo la coherencia ideológica. En sus últimos años decía: ”es preferible prepararse para perder elecciones que transformarse en una fuerza de derecha y conservadora”.
Para que no le faltara nada al gran repúblico, tenía ese don alcanzado por pocos -el que más luce a un tribuno, al decir de Cicerón- la elocuencia. Lo grandioso de la idea, lo acabado de la construcción, lo oceánico y lo montuoso asomaba en cada trozo de su elocuencia. Verlo en la tribuna, como yo lo vi de cerca, henchíase su natural porte, como río que recibe inesperadamente agua de montes: ¡Qué fuerza, que brío, que flagelo! Así eran sus palabras, precisas y nervudas, cuando defendía la República. Recitando el Preámbulo de la Constitución era ver a la Nación en sus momentos genesiánicos.
A diez años de su muerte, la Patria hoy siente vivo lo que hizo y lo que nos dejó Alfonsín: los que lo conocieron aún se sienten guiados por su mano y en el porvenir también los niños oirán hablar del hombre que un día trajo de nuevo la democracia a su país.
Así se es hombre: vertido en todo un pueblo.
“Recuperar la democracia no ha sido sólo mérito de él, pero fue su abanderado”
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