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Séptimo Día |A 250 años de su nacimiento

Napoleón, el ruido que trascendió la historia

Su nombre está indefectiblemente ligado a la gloria de Francia y a su genio militar. Rompió con todas las reglas de combate conocidas hasta entonces.

Napoleón, el ruido que trascendió la historia

Jorge Luis Bastons
Jorge Luis Bastons

22 de Septiembre de 2019 | 08:23
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En agosto, más precisamente el 15 de ese mes, se cumplieron 250 años del nacimiento de Napoleón Bonaparte en Ajaccio, Córcega. Apenas un año antes, en 1768, la pequeña isla del mediterráneo había sido comprada por Francia, por lo que el niño estuvo desde siempre bajo las leyes y el aura de la patria que primero odió, porque impedía la independencia corsa, y que luego amó por seguirlo con devoción hasta el fin del mundo.

Es imposible no referirse a él sin pensar en su genio militar. Suena a broma, pero por ese entonces decía Stendhal (un gran escritor y funcionario bonapartista), que Napoleón solo había sido brillante en los comienzos de su carrera militar, cuando en inferioridad de condiciones de combate venció a todos sus oponentes a fuerza de inventiva, de cambios de frente y de ritmo, y que después, ya Cónsul y Emperador, solo se limitó a llegar con más hombres, caballos y cañones donde sus enemigos eran más débiles. ¡Pero es que allí está la esencia del gran arte napoleónico! Su genialidad estaba en encontrar y en generar las condiciones más aptas para llegar con más recursos propios donde el enemigo tenía menos, haciendo de la superioridad táctica una cuestión de estrategia. La idea de fondo era que esas ventajas estructurales del ejército francés en acción, deberían permitirle quebrar la moral de sus enemigos en una batalla definitiva, que los obligue a rendirse y aceptar sus condiciones de paz. Por otra parte, quienes gustamos de la historia militar sabemos que la máxima “llegar con más dónde hay menos” vale para todo comandante sensato desde el principio de los tiempos… Lo difícil es lograrlo. Por eso, cuando alguien como Napoleón lo consigue de manera reiterada y prácticamente ininterrumpida durante veinte años, ese comandante es indiscutiblemente un genio militar.

Bonaparte organizó a cada división de su ejército de una manera novedosa y muy inteligente, ya que cada una de ellas contaba con las tres fuerzas terrestres de la época: infantería, caballería y artillería. De esa manera cada división tenía una autonomía relativa para enfrentar sin inconvenientes a las fuerzas enemigas que se toparan enfrente, ya que además, la marcha de su “Gran Ejército” estaba estructurada de modo tal que ninguna unidad estaba a más de una jornada de distancia una de otra, lo cual facilitaba que en un corto tiempo se concentraran sus fuerzas en cualquier sitio dentro del radio preestablecido de la marcha.

Otro gran cambio conceptual en el arte de hacer la guerra consistió en romper con las reglas de combate preestablecidas. Y si de muestra basta un botón, allí está el relato de un soldado austríaco de la guerra de Italia de 1776, qué contó que se habían batido contra un francés loco que los atacaba por izquierda y derecha, de mañana, tarde y noche, y sin darles tregua alguna. Pero además contaba con otra gran ventaja de fondo: como un producto indirecto de su famosa revolución, el ejército francés pasó a estar estructurado jerárquicamente conforme el mérito individual, lo cual permitía que solo los mejores accedieran a los puestos de mando. Mientras que en las fuerzas armadas de sus monárquicos vecinos, sólo los nobles tenían derecho al mando. Lo cual en la práctica implicaba una notable diferencia en favor de los franceses, ya que ser noble no era ni es sinónimo de eficaz para hacer la guerra.

Por cierto no se puede negar que en Política el hombre también brilló, supo jugar al zorro y al león según las veces lo indicaran. Y cómo la ética nunca fue su bandera, pasó de ser oficial del Rey a partidario tibio de Robespierre; más tarde salvó con sus cañones al Directorio, al que más luego derrocó mediante un golpe de Estado que lo convirtió en uno de los tres Cónsules, quedando finalmente el solo como Cónsul vitalicio, hasta que poco después cinco millones de franceses lo convirtieron en Emperador mediante un referéndum.

Hoy día resulta indiscutible que su subestimación de España y Rusia, así como la pérdida de toda su flota en la batalla de Trafalgar, fueron las grandes causas de la caída de su Imperio. Pero también lo es que esas mismas ideas y actitudes desafiantes fueron las que lo llevaron a la obtención de sus triunfos militares más resonantes (como Abukir, Lodi, Marengo, Austerlistz o Jena). Y en esto la mayoría de los historiadores pecan de necios al no apreciar que las mismas actitudes valientes e inesperadas que le valieron la victoria en unos escenarios, fueron las mismas que otras veces corrieron la suerte contraria. De allí que sea tonto que con el diario del lunes en la mano, algunos biógrafos lo acusen unas veces de ser demasiado arrojado (como al enviar a 650.000 hombres a la campaña de Rusia de 1812 sin suficientes provisiones, ni ropa adecuada) como de ser en otras ocasiones demasiado timorato (por ejemplo cuando en esa misma campaña, en la sangrienta batalla de Borodino no quiso enviar al combate a la reserva de su guardia, lo que podría haber ayudado mucho al Mariscal Murat a terminar su empresa exitosamente contra las tropas del zar ruso Alejandro I para así obligarlo a rendirse y poder volver a Francia con la paz firmada en el bolsillo y el dominio del Imperio garantizado.

Pero también hay otro factor crucial que siempre opera y que rara vez se considera: el influjo de la Diosa Fortuna. Algunas veces, con todo perdido y ya en el límite de sus fuerzas, el ejército francés sacó un conejo de la galera y venció… Y en Waterloo, cuando las tropas belgas, holandesas y británicas al mando de Wellington estaban a punto de caer, en vez de llegar los 30.000 hombres de refuerzo que Napoleón esperaba que Grouchy le acercara para terminar el asunto, de la nada aparecieron miles y miles de jinetes prusianos que cayeron como mortales rayos sobre el flanco derecho francés, terminando así con el último imperio latino del mundo.

En resumen, Napoleón está indefectiblemente asociado a la gloria de Francia. Esa misma Francia a la que ayudó a engrandecer y trascender tanto en sus fronteras geográficas como ideológicas y culturales. Y también lo está a esa misma Francia que dejó en ruinas por el insoportable tesón de su desmedido ego y avaricia, por más que en todos los libros de Memorias que se le atribuyen a Napoleón o a sus seguidores, se hayan esforzado tanto por dejarlo libre de toda culpa y cargo. De su lámpara surgió la gloria en el campo de batalla que la revolución francesa no sabía obtener, y si bien esas ideas lo precedían, fue con él que se expandieron primeramente como un soplo de libertad en los países conquistados, lo cual le hizo creer a muchos (entre ellos a Beethoven, quien en su honor compuso su tercera sinfonía “La Heroica”) que el hombre era un libertador del yugo absolutista de los reyes. Pero, en los años subsiguientes, ese espíritu liberal que sus ejércitos llevaron por toda Europa (que al principio encontraba adeptos a su causa allí donde llegaban), a poco de andar, más que hacer nacer el respeto por los derechos humanos, hicieron surgir una ola contrarrevolucionaria que entendió a la libertad como la liberación del yugo napoleónico. Es decir que Napoleón primeramente exportó la libertad individual, la igualdad ante la ley y la idea de la meritocracia, mientras que los países monárquicos conquistados, lejos de desearlas ni adoptarlas (salvo unos pequeños grupos ilustrados conocidos como los afrancesados), vivieron aquello como una guerra de conquistas y por tanto emprendieron las guerras napoleónicas como la lucha por la libertad de sus pueblos. Y así como en España se vivió aquél período como una verdadera guerra de independencia, ese mismo espíritu nacional se fue desarrollando aquí, entre nosotros, quienes con el puerto de Buenos Aires bloqueado por tres naves inglesas, dimos primero la asonada del 25 de mayo de 1810, y más luego, ya con Napoleón definitivamente vencido y exiliado en la isla de Santa Helena, con Francia destrozada, con España llena de conflictos y divisiones entre liberales y absolutistas, y con una Inglaterra constituida por vez primera en la única potencia hegemónica (que además nos guiñaba el ojo), aquí nos animamos a declarar la independencia de España en 1816. Pero esa es otra historia.

Volviendo al cumpleañero, lo cierto es que aún hoy nos influyen muchas de sus obras, y no hablamos solamente del impacto visual o espiritual que puedan generarnos los bellos arcos, monumentos, obeliscos y valiosas piezas de museo que a Francia le legó, sino de cosas tan simples y cotidianas como el orden y la numeración de las calles, la codificación del derecho civil, comercial y penal, la creación del Consejo de Estado, el Banco Central y el Tribunal de Cuentas, la organización de la Administración Pública bajo el paradigma meritocrático, y su propuesta en favor de los casamientos interraciales e interreligiosos como medios para favorecer la paz y la concordia de la humanidad.

Y si 250 años después de su nacimiento seguimos hablando de Napoleón Bonaparte, es porque indudablemente ha hecho el ruido suficiente para que su vida y obra llegue hasta nuestros días. Ya que cómo bien dijera el propio interesado: “El ruido es lo único que trasciende la Historia”.

“No se puede negar que en política también brilló y supo jugar al zorro y al león”

“Napoleón Bonaparte está indefectiblemente asociado a la gloria de Francia”

 

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