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El uniforme del coronavirus. Historia de los tapabocas y de otros aditamentos que defienden u ocultan a las personas. Las razones médicas y artísticas. El infalible recurso al que apeló Don Juan Tenorio
MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE
Si hace pocos meses alguno hubiera escrito que una gran mayoría de la población mundial - chinos, japoneses, italianos, franceses, rusos, estadounidenses, brasileños, argentinos- usaría hoy barbijos a lo largo de todo el día, lo habrían tratado como a un demente o le hubieran asignado una cuota de imaginación creadora propia de Ray Bradbury. Pero esa imagen surrealista se hizo cierta y los habitantes de la Tierra se ven ahora, uniformados frente al coronavirus, con sus bocas tapadas.
Los barbijos, que cubren la parte inferior de la cara, son primos hermanos de los antifaces, que ocultan la mitad, y también de las máscaras, que esconden todo el rostro de las personas. El más joven de los tres es el barbijo que nació en 1890, cuando debutaron en los hospitales de una Hong Kong devastada por la peste negra y los médicos los utilizaron para evitar el contagio. Aunque hay antecedentes de su existencia de varios siglos antes, de los que se hablará luego.
Estos barbijos, antifaces y máscaras, así como los más asiáticos burka, chador o yihab, no solo cumplieron un rol importante en la historia de la humanidad, sino que representaron la más fidedigna identidad de diversas épocas y cultura. Pero no debe hablarse en pasado, ya que hoy perduran y forman parte, también, de la literatura, el arte y nada menos que de la realidad cotidiana en todo el planeta.
Los barbijos de casi excluyente finalidad sanitaria, nos protegen contra los virus. Los antifaces cumplen y cumplieron roles decisivos en escenarios y en pantallas de cine y TV, en estos últimos casos con figuras renombradas como el pretérito Douglas Fairbanks el Zorro de Guy Williams, Batman, Robin y el más moderno Zorro del español Antonio Banderas.
En cuanto a los “enmascaramientos” de origen musulmán, debe decirse que además de representar valores espirituales de muchos países, ahora traducen también un fenómeno de discriminación contra la mujer, sobre todo vistos desde una óptica occidental. A tal punto es así que en muchas ciudades de Europa existen leyes que prohíben a las mujeres el uso callejero del velo y la túnicas.
El burka, muy usado por las muchachas y adultas musulmanas, es denunciado en esas ciudades europeas como un “símbolo de opresión de la mujer”, al igual que otras prácticas tales como la mutilación genital femenina y los matrimonios forzados.
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Se sabe que los rostros de las mujeres musulmanas deben ir cubiertos, para ocultar la belleza y también la edad. Dicen que, entre otros motivos, es “para impedir que las rapten”, en alusión, claro está, a las más jóvenes. Según otras investigaciones, el Islam actúa así porque es pudoroso y no por razones religiosas. Sea como sea, muchos intelectuales y grupos progresistas occidentales reclaman la prohibición del uso.
Quien camine por Estambul, una ciudad extremadamente moderna y europea, podrá sorprenderse por la gran cantidad de mujeres turcas, que van cubiertas por túnicas y velos de pies a cabeza. Sin embargo, ellas entran igual a ver y a comprar ropa en Zara, Nike, H&M, Gap o Mango y cuando se averigua el motivo, la respuesta es significativa: “Van vestidas así en las calles, pero cuando llegan a sus casas se modernizan y usan nuestros modelos más sofisticados…”.
Hay un versículo del Corán, que impresiona: “Y dile a las mujeres fieles que bajen sus miradas, y guarden sus partes privadas, y no muestren su belleza, excepto lo que se desprende de la misma, y para extender sus tocados (khimars) para cubrir sus pechos (jaybs), y no para mostrar su belleza, excepto a sus maridos, o sus padres, o padres de sus maridos, o sus hijos, o los hijos de sus maridos o sus hermanos…”.
El versículo sigue enumerando a los parientes de parientes que pueden ver lo que llama “partes privadas” de la mujer en cuestión, a las que les termina recomendando: “Y no golpear los pies en el suelo, con el fin de dar a conocer lo que ocultan sus adornos”. Casi explícito.
Un pronunciamiento legal dictado recientemente por el erudito saudí Muhammed Salih Al-Munajjid (1960-), determina, si se quiere, una sorprendente consigna: “La opinión correcta, según lo indicado por la evidencia, es que la cara de la mujer es “awrah” que debe estar cubierta. Es la parte más tentadora de su cuerpo, porque lo que la gente mira más es la cara, por lo que la cara es la más grande ‘aura de una mujer”. Aquí valga la aclaración: “awrah” identifica a todas las partes del cuerpo humano que no deben ser expuestas a la mirada pública.
El dolor de hombres y mujeres, la alegría, el amor y la muerte forman parte de los mensajes tácitos que ofrecen los barbijos, antifaces, máscaras y los accesorios islámicos. El terror al contagio en el barbijo, el amor que se esconde detrás del antifaz para seducir con mayor eficacia, la identidad dramática y a la vez jocosa de las máscaras. La humanidad los sigue utilizando.
Hay dibujos y grabados de 1565 que presentan a médicos que trataban la peste negra desatada en Alemania, en donde se los ve enfundados en una suerte de sotana negra y la cabeza protegida por una máscara o barbijo con un pico de ave a la altura de la nariz. La galera también lúgubre, que oficiaba como de una suerte de “escafandra”, más el enorme pico de ave carroñera, le otorgaba a los médicos un aire aterrador.
Se los pudo contemplar también a los médicos picudos en las recurrentes pestes venecianas, de modo que verlos arribar en góndolas no dejaba de causar pánico a los enfermos, muchos de los cuales huían antes de que se acercara el galeno.
La explicación del pico –se hablaba entonces de tres modelos: barbijos pico de loro, barbijos pico de pato y barbijos pico de pelícano, los más temibles- reside en que servían para depositar en ellos hojas de alcanfor, menta u otras hierbas aromáticas, con las cuales el médico de la peste neutralizaba el olor fétido de las miasmas y de los otros efluvios dañinos que solían desprender los cuerpos de aquellos enfermos.
En la película “Amadeus” el pobre y agonizante Mozart es atemorizado por una figura fúnebre, que le pagaba para que compusiera el majestuoso Requiem. Esa imagen horrible era similar ala que mostraban los primitivos médicos de la peste que –se alcanzó a decir- aterrorizaban así más a los virus que a los pacientes.
El que usaba antifaz –y le resultó exitoso- fue Don Juan Tenorio, el gran personaje del escritor español José Zorrilla. En el primer acto de la obra teatral –la más representada en los escenarios de España desde 1844- el mujeriego y libertino Don Juan habla con su amigo Don Luis en una taberna y este la pregunta cuántas mujeres ha conquistado: 56 le contesta el Tenorio. “Por Dios que sois hombre extraño! ¿Cuántos días empleáis en cada mujer que amáis?” le pregunta su amigo.
Y el encapuchado Don Juan le contesta: “Partid los días del año entre las que ahí encontráis. Uno para enamorarlas otro para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para olvidarlas…”. El frívolo Tenorio ha seducido no solo en las cortes y casas de familia a casadas, viudas y solteras, sino también, ya sacrílego, en los claustros conventuales, en donde su antifaz resultó irresistible para abadesas, monjas y novicias.
Pero a las máscaras tampoco les ha ido mal en la historia. Ya no como pasaportes al reino del amor, sino como intermediarias de dramas y comedias en las obras clásicas de las siempre presentes Grecia y Roma. Tapaban por completo la cara de los actores y servían para amplificar sus voces, irradiándolas sobre los enormes ámbitos de los anfiteatros.
Varios siglos antes de Cristo aparecieron las dos máscaras teatrales, la del drama que le corresponde a la musa Melpómene y la de la comedia, cuya musa es Talía. Los actores escondidos detrás ellas las representaban. Las dos máscaras, una la del dolor, otra la de alegría. En la vida real hay personas que usan la máscara de la alegría y, en realidad, están de duelo y son estoicos; y, en cambio, hay quienes nos hacen creer que están sufriendo una barbaridad y usan la máscara de la tragedia, pero en su vida real la pasan bien y prefieren ocultarlo.
Sobre la verdad de las máscaras hablaron, entre otros, Oscar Wilde y Javier Cercas. Los escritores y los artistas, en general, se sienten auténticos sólo cuando escriben, cuando trajinan con el humilde barro de la creación. Su opuesto, yo social, nace cuando deben ponerse una máscara y vivir con los demás.
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Barbijos o tapabocas forman parte del “uniforme” del coronavirus que nos trajo 2020 / AFP
Los médicos que trataban la peste negra / web
La mujer musulmana con el rostro oculto / Web
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