“Cobra Kai”: el momento en que nos acostumbramos a comer chatarra

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“Cobra Kai” inició su rodaje, hace tres temporadas, con una idea clara: convertir a Johnny Lawrence, el villano de la primera “Karate Kid”, en un antihéroe. El plan fue un éxito, en buena medida porque esa conversión era orgánica: el abusón se había convertido en un abusado por la sociedad, aplastado, viviendo al margen, y como rebeldía decidía abrazarse a un supuesto pasado de gloria, el que vivió en el cuestionable dojo Cobra Kai, y de paso enseñarle esa filosofía de vida a otros marginales como él. Era la basura blanca de Estados Unidos abrazando una filosofía de vida que los empoderaba pero que era controversial: una herramienta de resistencia, pero que predicaba el odio. ¿Del otro lado? Daniel-san, el “karate kid”, se había convertido en el típico demócrata progre exitoso y bienpensante, de insoportable superioridad moral autoproclamada.

“Cobra Kai” era una fotografía de la Estados Unidos trumpiana bañada de nostalgia. ¿Y ahora, cuando esa grieta parece arder más que nunca, y tras tres temporadas, qué es “Cobra Kai”? La nostalgia se sienta en el asiento del conductor en esta tercera parte recientemente estrenada, con un irrelevante desfile de personajes olvidados y olvidables y una sucesión de eventos al borde del ridículo. Porque mientras la primera temporada transformaba aquel duelo karateca en un conflicto profundo entre los protagonistas, ahora es simplemente una pelea ridícula entre dos personajes caprichosos y desdibujados y sus discípulos atrapados en tramas igual de absurdas que los desdibujan de la misma manera.

¿Qué ocurrió en medio? La serie tuvo que inventar tramas para su segunda y tercera entrega, y apostó por un drama culebronesco. Hasta colocó a un personaje en silla de ruedas para, alerta de spoilers, hacerlo recuperar mágicamente. Todo muy telenovela de Andrea del Boca.

El dramatismo exacerbado de las últimas dos entregas volvió lo que podía ser una serie realista, arraigada en el perdedor Johnny, en una sucesión de inverosímiles conflictos; así pasamos de una serie que prometía ser tele basura pero que sorprendía gratamente, a un consumo irónico, celebrado en Twitter por aquellos que no creen que el entretenimiento popular puede brindar emociones y alegrías.

“No tiene que ser ‘La Dolce Vita’”, le respondió un tuitero a alguien que osó criticar la serie. ¡Pero si es la secuela de “Karate Kid”, una enorme película, gran exponente de un cine clásico y noble! ¿Por qué el propio espectador se resignaría de esa manera a pensar que todo lo destinado al consumo popular tiene que ser arte menor, una bazofia que palidece ante otras supuestas "grandes representaciones artísticas"? ¿Cómo es que todavía no desterramos esa absurda dicotomía?

Germán Jaime

 

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