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Las fiestas clandestinas fueron el fenómeno considerado más peligroso del verano en Europa, en medio del rebrote de coronavirus. De Alemania a Portugal, de España y Francia a Inglaterra o Italia, se hicieron fiestas ilegales con varios miles de personas los fines de semana, ignorándose las medidas de prevención y convirtiéndose en causa principal de los aumentos del contagio, según señalaron en su momento las principales entidades médicas. Y ahora está ocurriendo lo mismo en la Argentina, en donde estos encuentros han sido puestos en la mira.
En este tipo de fiestas en las que, como las europeas, la mayoría de los asistentes no usa barbijos ni respeta los distanciamientos sociales, la policía debió intervenir para clausurarlas en operativos casi siempre accidentados y con vecinos de esas reuniones masivas indignados por no poder dormir, a raíz del ruido de la música y del público. Sin embargo, la derivación potencialmente más grave se relaciona con la presencia de la pandemia.
Empezaron en plazas céntricas, se extendieron a las playas veraniegas y, ahora, el fenómeno ha variado en la Costa por cuanto los organizadores están buscando lugares cada vez más alejados de los centros urbanos –según señalaron fuentes de Pinamar- en una situación que obliga a dispersar y utilizar fuerzas policiales que así son apartadas de su trabajo esencial, que es el de garantizar la seguridad pública.
Las fiestas clandestinas no sólo se registran en las costas atlánticas del verano y sitios turísticos. En los últimos días un encuentro de esas características en el que participaban más de 1.000 personas, fue desarticulado a la madrugada en Lisandro Olmos, por violar las normas del distanciamiento social preventivo y obligatorio (DISPO) por la pandemia de coronavirus.
El operativo en Olmos fue realizado por agentes de la secretaría de Convivencia y Control Ciudadano del municipio, junto a efectivos de la Policía bonaerense. En medio del festejo los agentes de Control Ciudadano dieron con un centenar de autos pero también con música a todo volumen y expendio de bebidas alcohólicas. Si bien el evento fue desactivado, tal como se dijo, no fue el único.
En Europa decidieron aumentar la vigilancia y los controles preventivos para impedir estas fiestas masivas. Es cierto que en la cuestión se inscriben aspectos que hacen a la libertad de las personas, aunque también tienen vigencia otros relacionados a la salud pública que deben ser sopesados. En nuestro país, más allá de que puedan comprenderse los deseos de muchos jóvenes por divertirse, las autoridades debieran realizar lo mismo y combatir este tipo de encuentros, que inevitablemente tienen como secuela –y esto ya se está verificando- un crecimiento ostensible de los contagios en quienes participaron de esas fiestas masivas.
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Es también esencial que los jóvenes entiendan que un deseo de pasarla bien –comprensible desde muchos ángulos- no puede llevarlos a vivir luego una pesadilla. Son también los padres los que tienen la responsabilidad inicial de hacerles comprender a sus hijos los peligros que supone quebrantar algunos de los protocolos sanitarios, que tienen vigencia universal. Riesgos que no son sólo para ellos sino para sus familiares, sobre todo los de edad mayor.
No sólo no hay indicios de que la pandemia se haya replegado. Por el contrario, los números no dejan de crecer, batiéndose día a día récords de contagios y de letalidad. Además de que los poderes locales a cargo de garantizar la prevención deben acentuar su vigilancia y aplicar las sanciones previstas a quienes infrinjan las leyes y organicen este tipo de encuentros, debiera divulgarse en la población –a través de campañas de promoción y con sólidas argumentación- una cultura preventiva destinada, entre otros objetivos, a evitar este tipo de desbordes.
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