Matar a Perón (Parte 2)

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Por ANDRÉS SALINERO

Hacía un calor pegajoso y húmedo esa mañana de junio, y Baroja estaba muy agitado por el esfuerzo. O más bien por su deplorable estado físico. O por el peso de esa porquería que intentaba meter en el avión, ni más ni menos que una enorme carcasa metálica circular rellena con media tonelada de tritonio expandido, una variante menos letal que el plutonio, aunque mucho más poderosa que la dinamita. Repentinamente, y por algún motivo que le resultaba ajeno, le vinieron a la mente Meteoro y su fabuloso Mark V capaz de todas las hazañas (1), el dibujito que veía de chico todas las tardes en casa de su abuela Carmen, la más buena del mundo por cierto. Naturalmente, no pensó que esto recién tendría lugar dos décadas más adelante, durante los gloriosos ‘70. Vinculó al nombre del avión con Meteoro y su auto increíble, y otra vez volvió a intuir una sutil estrategia de cooptación ideológica del “imperio yanqui”, como dirían algunos políticos también años después: unos románticos, o bien unos impostores -igual da para un político argentino-, de esos que pensarían que se podría prescindir del capitalismo combatiendo al capital, o simplemente tomando algún atajo.

Después de almorzar, durante la siesta, Baroja soñó con Hawai. Se vio a sí mismo surfeando olas enormes, alto, delgado, los abdominales marcados, y naturalmente, blanco, rubio y de profundos ojos azules. “Como todos los surfers, que hasta se ponen parafina en el pelo, aunque no entiendo bien para qué” - pensaría después, recordando el sueño. En su vigilia de ojos abiertos, vio una bella hawaiana desnuda mirándolo extasiada desde la playa. Y en esa pieza miserable de esa miserable base naval ubicada en ese miserable paraje del Río de la Plata, sucedió lo que tenía que suceder.

- ¡Baroja, levantate que hay que seguir!

Esta vez no era un milico el que lo apuraba. Era Laramuglia, un “civil” -como decían con desprecio los milicos- que nadie sabía qué carajo hacía en la base naval. Sospechas había, o más bien rumores. El más disparatado, es decir, el que seguramente se correspondía con la realidad, afirmaba que este tal Laramuglia era un empresario desquiciado que había comprado la carcasa de la bomba y un avión de guerra desarmado y dado de baja en una chatarrería de Carmelo, Uruguay. Y que, Cacciola y muchos dólares sucios mediante, había cruzado el charco con la carcasa y el avión hasta Punta Indio en una misión secreta. O no tan secreta, a esta altura. Ya todos parecían conocer o intuir el gran complot que se estaba tramando, hasta los cabos casi adolescentes que custodiaban (o más exactamente, estaban parados en aparente actitud vigilante) el acceso a la base naval. Lo que nadie se explicaba era de dónde había sacado este tipo el tritonio, si bien muchos gorilas antiperonistas devenidos analistas en riesgo político afirmarían décadas después que lo había comprado -es un decir- en Estados Unidos con complicidad de su gobierno, que veía en Perón la encarnación del fascismo en Sudamérica y obviamente se lo querían sacar de encima. El recuerdo traumatizante de la Segunda Guerra Mundial guerra todavía estaba fresco.

Continuará...

 

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