Longevidad: la importancia de disfrutar el presente sin apresurarse a vivir el futuro
Edición Impresa | 15 de Junio de 2025 | 04:48

En un mundo obsesionado con la longevidad, donde las góndolas de los supermercados rebosan de productos “antiaging”, las redes sociales viralizan rutinas de longevos centenarios y las apps de salud nos recuerdan cada día qué comer, cómo dormir y cuánto caminar, parecería que el objetivo no es tanto vivir, sino durar. Durar el mayor tiempo posible. Resistir el paso de los años como si la vida fuera un envase con fecha de vencimiento extendida por ingeniería de hábitos. El sueño de llegar a los 100 años, que alguna vez fue privilegio de unos pocos, se ha vuelto una especie de mandato no escrito para todos. Sin embargo, en esa cruzada por estirar los márgenes de la existencia, algo se pierde. Algo que, por obvio, solemos descuidar: el presente.
El fenómeno de la “longevidad consciente” se volvió tendencia. No se trata solo de vivir más, sino de aplicar una especie de algoritmo existencial que nos indique cómo evitar enfermedades, cómo optimizar cada decisión y cómo corregir, en tiempo real, cualquier hábito que no esté alineado con el objetivo de sumar años. La vejez ya no es una etapa más de la vida, sino un desafío técnico. Un enemigo que debe ser gestionado. No en vano surgen startups que prometen detener el envejecimiento celular o al menos ralentizarlo, al estilo de lo que propone el millonario Bryan Johnson, que se somete a un estricto plan de rejuvenecimiento que incluye transfusiones de sangre, ayunos permanentes, cámaras hiperbáricas y un ejército de médicos.
En paralelo, crece una industria del bienestar que ofrece desde suplementos hasta retiros de meditación, pasando por ayunos intermitentes, dietas basadas en longevos habitantes de Okinawa y apps que contabilizan calorías, pasos, respiraciones y minutos de sueño profundo. El cuerpo se vuelve un tablero de control, y el envejecimiento, un problema de datos. Y sin embargo, nadie parece preguntarse si esa forma de vivir —hipercontrolada, planificada al extremo— se parece, en algo, a vivir bien.
La crítica no viene solo desde el escepticismo médico o filosófico. La propia ciencia empieza a reconocer que la obsesión por vivir más no siempre se traduce en una vida mejor. En octubre de 2024, un informe publicado en El País español advirtió que la revolución de la longevidad parece estar desacelerándose. La expectativa de que una mayoría de personas nacidas hoy lleguen a los 100 años ya no es tan probable. Menos del 15 % de las mujeres y apenas un 5 % de los varones podría alcanzar ese hito. Y los que lo logren, probablemente convivan con enfermedades crónicas, dependencia o deterioros físicos. Es decir: sumar años no implica sumar calidad de vida.
Del otro lado del péndulo aparecen las voces de quienes, desde la experiencia, invitan a repensar el enfoque. Howard Tucker, neurólogo estadounidense que sigue ejerciendo a sus 102 años, no habla de dietas milagrosas ni de fórmulas secretas. Su receta es sencilla: tener un propósito. Levantarse cada mañana con algo por hacer, algo que entusiasme. Tucker camina, enseña, socializa y no ve la vejez como una amenaza sino como una parte valiosa de su identidad. Lo mismo sostiene el doctor John Scharffenberg, que con 101 años asegura que el secreto no está en la comida, sino en el movimiento: caminar todos los días, mantener el cerebro activo y no detenerse. Ni en el cuerpo ni en la mente.
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