Los chicos hablan de “falta de estimulación”

Entre las dificultades económicas, la escasa motivación y las contingencias sociales, los jóvenes cuentan su experiencia

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Por momentos parece una epidemia silenciosa. Jóvenes que no arrancan, que postergan decisiones, que se quedan. No por vagancia, dicen, sino por falta de horizonte. En grupos de amigos, en redes sociales y hasta en las aulas universitarias, la sensación se repite: cuesta moverse, cuesta entusiasmarse, cuesta proyectar. ¿Qué está pasando con quienes deberían estar en su etapa más activa y expansiva de la vida? Para entenderlo, basta con escucharlos.

Brenda tiene 24 años y dejó la carrera de Psicología durante la pandemia. Volvió un par de veces, intentó retomar, pero ya no sintió lo mismo. Hoy trabaja esporádicamente como niñera y pasa mucho tiempo en su casa. “No es que no me interese estudiar o tener algo propio. Lo que me pasa es que no le veo el sentido. Todo parece tan inestable, tan incierto. ¿Para qué romperme si igual no voy a poder irme a vivir sola o conseguir un laburo en blanco?”, se pregunta, con una mezcla de tristeza y resignación.

Santiago, de 22, tiene otro recorrido, pero un malestar similar. Terminó el secundario en una escuela técnica y empezó a trabajar en una empresa de logística, aunque con un contrato precario. “Gano poco, no tengo aportes y me explotan. Trato de no pensar mucho porque me frustra. A veces me preguntan por qué no busco algo mejor, por qué no estudio. Pero estoy quemado. Llego a casa sin energía y solo quiero desconectarme. No tengo cabeza para más”, dice.

Entre quienes intentan formarse, también hay desánimo. Sofía, de 21, cursa en Humanidades, pero siente que su esfuerzo no garantiza nada. “Veo egresados que hacen malabares para llegar a fin de mes, trabajando en mil cosas que no tienen nada que ver con lo que estudiaron. Me cuesta motivarme así. Me gusta lo que estudio, pero no sé si tiene sentido a nivel práctico. ¿Qué salida tengo?”, se pregunta.

El relato de Tobías, de 19, expone otra dimensión del problema: la presión familiar y la sobreprotección. “En mi casa me ayudan con todo. Mis viejos son re buenos, pero siento que me trataron como un nene siempre. Me cuesta un montón tomar decisiones. Empecé tres carreras y no seguí ninguna. Me siento inútil, como si no supiera moverme solo. Me dicen que tengo que ‘tomar la iniciativa’, pero no me enseñaron cómo”, reconoce.

Martina, de 25, habla desde otro lugar, con una mirada crítica hacia lo que considera una exigencia desmedida. “Estamos en una sociedad que todo el tiempo te pide que tengas metas, que seas productivo, que te superes. Pero nadie te pregunta si estás bien. Si dormís, si tenés ansiedad, si podés pagar el alquiler. Yo no tengo energía para cumplir con todo eso. Me gustaría que dejaran de tratarnos como si fuéramos vagos y empezaran a entender que algo está mal en cómo se nos pide vivir”.

A estos testimonios se suma el de Alan, de 23, que trabaja en una cafetería y comparte departamento con amigos. “No es que no tenga ganas de progresar. Pero me cuesta imaginar un futuro distinto. Mis viejos se compraron una casa, formaron una familia. Yo no sé ni si voy a poder sostener este alquiler. Vivimos al día. Cuando vivís así, no podés planificar, ni soñar. Solo sobrevivís”.

Las historias se multiplican y tienen puntos en común: el desencanto, el cansancio, la falta de certezas, la imposibilidad de proyectarse a largo plazo. Pero también hay algo más profundo, una demanda de comprensión, de escucha, de tiempo. Porque como dijo uno de ellos al final de la charla, casi como una súplica: “No es que no queramos hacer nada. Es que necesitamos que alguien nos entienda, que deje de juzgarnos y nos ayude a encontrar un sentido”.

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