La historia de una compañía de colimbas que se juntan desde hace 60 años en La Plata

En 1965 hicieron el servicio militar obligatorio en el Regimiento 7. A su salida, prometieron que, al menos una vez al año, se reunirían hasta que “quedaran por los menos dos”. Eran unos 130. Hoy, alrededor de 30 siguen honrando aquel pacto de vida. EL DIA fue testigo de una increíble juntada. Anécdotas y el paso del tiempo

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Alejandra Castillo

alecastillo95@hotmail.com

Es mediodía de sábado en un invierno que se encariñó con esto de la ola polar, pero que no demora la llegada de esos 20 hombres que, por lo menos una vez al año, se reúnen para honrar un pacto que sellaron hace seis décadas, cuando terminaron la “colimba” en el Regimiento 7 de Infantería de La Plata.

Fue en una fiesta que hicieron a fines de 1965, poco después de recibir el alta. Acordaron que los casi 130 integrantes de la Compañía C Talcahuano se seguirían encontrando, “por lo menos hasta que quedáramos dos”, dice el ingeniero Ernesto Girbal, férreo custodio de aquella tradición que mantuvo a salvo del paso del tiempo, excepto-aclara- durante la pandemia.

En el siglo XX coordinaban los encuentros por teléfono de línea. Después pasaron al correo electrónico, no fueron inmunes al boom de Facebook y, ahora, organizan todo por un grupo de WhatsApp en el que evitan hablar de fútbol, política o religión. “Una vez alguien gritó un gol de Estudiantes y se armó un lío bárbaro”, recuerdan.

Es que en este grupo de amigos incondicionales hay, claro, hinchas fanáticos del Lobo, como el arquitecto Jorge Vincenzi, anfitrión de este último encuentro y ejecutor de un impresionante guiso de mondongo, quien pintó su casa de azul y blanco, un escudo de Gimnasia en una de las paredes y dispuso múltiples referencias al número 22 en el impresionante quincho donde el grupo almorzó entre autos antiguos, motos y reliquias que la mirada no se cansa de recorrer.

Según el ritual, el encuentro oficial es el primer sábado de septiembre en algún restaurante o parrilla de La Plata, aunque en los meses previos se juntan “para organizarlo bien”. De arranque, fueron unos 130 en el grupo que la vida y la muerte fueron diezmando. Hoy por hoy son alrededor de 30. “Cada vez que alguno muere es terrible”, reconocen, “porque acá no hay solo compañeros de colimba. Acá hay amigos con los que nos conocemos de toda la vida, compartimos casamientos, bautismos, vacaciones”.

Casi todos tienen entre 80 y 81 años, pero, cuando se juntan, vuelven a tener 20.

“AGUANTE O REVIENTE”

El destino los cruzó en enero de 1965, aunque para ser justos, lo que los hizo coincidir en tiempo y lugar fue el Servicio Militar Obligatorio, instaurado en 1901 por Pablo Riccheri (cuyo nombre nos resuena por la autopista Ezeiza), quien fue el ministro de guerra del presidente Julio Roca. La Ley N° 4031, que establecía la obligación del servicio militar para todos los varones mayores de 20 años, fue derogada en 1994 tras el asesinato del soldado Omar Carrasco en un cuartel de Zapala. Pero esa es otra historia.

“A los que estudiábamos nos metían como Aspirante a Oficial de Reserva (AOR)”, cuenta Ernesto. Aunque no todos eran universitarios.

Roberto Lafalce, por ejemplo, era técnico de electrónica y trabajaba armando televisores en el taller de su padre. “Al principio fue de terror”, reconoce, “intenté de todo para no ir. Es que me tocó en un momento difícil”.

A su lado lo escucha atento Eduardo Morel, hasta que lo interrumpe para poner en contexto el relato de su amigo: “Él era el sustento de su familia, el alimento de la casa. Cuando se fue a hacer la colimba, el padre quedó solo y enfermo. Por eso estaba tan preocupado”.

Rescata entonces Roberto la figura de aquel teniente primero que “un día me vio mal, me preguntó qué pasaba y me ofreció salir todos los días a las 7 de la tarde, para volver a las 6 de la mañana. No me podía parar nadie. Yo vivía a seis o siete cuadras del cuartel, dormía dos o tres horas y a veces también trabajaba en la parada de taxis de 7 y 51, porque tenía un pariente taxista y en ese momento cualquiera podía manejar, siempre que tuviera registro”. Recordemos que el Regimiento 7 de Infantería funcionaba entonces en lo que hoy es la Plaza Malvinas (ver aparte).

Cualquiera podría añejar esa memoria con resentimiento, pero Lafalce prefiere arroparla con las experiencias que lo marcaron para bien: “Aprendí a valorar mucho más mi familia”, dice, con el reflejo fresco en aquel espejo de quien se supo “solo en el mundo. Ahí te clavabas espinas, no teníamos agua, vivíamos sucios”.

Morel, que es arquitecto, coincide en que una de las cosas que más añoraba de la rutina “civil” era bañarse. “La primera vez que me duché después de estar en (el Parque) Pereyra, miré el piso y corría barro”. Es que las duchas en el cuartel eran esporádicas, con jabón blanco “y mientras nos bailaban. Nos sacaban para que nos secáramos afuera y volvían a bailarnos. Teníamos que revolcarnos en el pasto seco. Yo sí les tomé resentimiento a los militares”, admite.

Es por eso que la sigla AOR tenía otra acepción, apunta Ernesto: “Aguante o reviente”.

“A nuestra compañía le decían ‘la voladora’ -suma Morel -porque estábamos siempre en el aire: carrera march, cuerpo a tierra. Era como un lavaje de cerebro que te hacían para que cumplieras órdenes. Ya lo decían: ‘la orden no se discute, se cumple’”.

En este punto, Girbal, Morel y Lafalce cruzan opiniones sobre la posibilidad de reinstaurar el Servicio Militar en condiciones similares a las de entonces, aunque sea voluntario, como en la actualidad.

Para el arquitecto, hay una suerte de grieta que divide a quienes podrían ajustarse a alguna estructura, de aquellos “que ni siquiera fueron a la escuela”. Para el técnico electrónico, “sería cuestión de enseñarles”. El Ingeniero, en cambio, se inclina por la chance de un “servicio militar obligatorio, pero en otras condiciones”.

Las suyas, de más está decirlo, no fueron sencillas.

OCHO MESES QUE NO OLVIDAN

Se incorporaron a la compañía en enero y pasaron los primeros tres meses de instrucción en el predio del Parque Pereyra, en inmediaciones de donde funciona la escuela de Policía Juan Vucetich. “Ahí dormíamos en el piso y no teníamos permiso para visitar a las familias, aunque casi todos éramos de La Plata”, recuerdan.

Cuando por fin terminó esa etapa, fueron caminando con la banda, los jefes y todos sus bártulos hasta el predio comprendido por las calles 50, 54, 19 y 20, donde funcionaba el Regimiento 7 de Infantería y convivían las cuatro compañías.

“Me llamaba la atención el color en la ropa de la gente”, menciona Lafalce, tan acostumbrados estaban al verde militar de aquellos meses. Ya en el cuartel, la rutina se fue modificando de a poco, con permisos para salir los fines de semana. Eso sí, los horarios estrictos -6 AM arriba y 10 PM en la litera-, bailes y restricciones, se mantuvieron inalterables. Algunos se las ingeniaban para obtener salidas extras, como Morel, que consiguió una partida de bombas “dale Lobo”, que el ejército usaba en los entrenamientos y eran costosas para el flaco presupuesto del cuartel.

Por su condición de AOR, a unos 30 integrantes de la compañía “C” los identificaban con una cinta blanca: “Teníamos mucha instrucción militar y también teórica, con exámenes y evaluaciones”, resalta el arquitecto, ligando aquella formación con las prácticas didácticas de la escuela. “Así como un docente practica con otros, nosotros solíamos actuar como oficiales o jefes de guardia”, supervisados por quien “era jefe en serio”. A los que no sabían leer ni escribir, los formaban. Y, a todos, les enseñaban primero a desarmar, limpiar y usar armamentos, para luego avanzar en lo que “les gustaba a ellos (por los militares): las prácticas de combate”, en grupos reducidos.

Como sea, aclara Morel que “en septiembre nos fuimos de baja porque ya habíamos agotado el programa y éramos una carga de gastos. Nos dieron una licencia de un mes y en octubre volvimos para retirar la libreta”.

Pocas semanas después organizaron un baile en Regatas, que incluyó la elección de la reina entre las novias de los colimbas. Tiempo después, en otro encuentro, el coronel del Regimiento pidió hablar para decirles “que nunca había visto un grupo como el nuestro, por instrucción, camaradería, e inteligencia”, relata Morel; “nos dijo que eso no tenía que perderse nunca y nos propuso que siempre estuviéramos juntos. Ese fue el germen”.

Por el grupo pasaron nombres conocidos, como el director Ejecutivo del Grupo Clarín, Héctor Magnetto; el ex juez de Menores de La Plata, Julio Bardi, y el padre del exintendente Julio Garro.

En todo este tiempo, los amigos regresaron al Regimiento en ocasión de algunos aniversarios y planean hacerlo de nuevo en los próximos meses, por los 60 años de egreso.

Mientras tanto, celebran esto de encontrarse y revivir anécdotas que se van renovando, porque, después de todo, “éramos 130. Lo que vivimos algunos no lo vivieron otros”, aclaran. Y ya se sabe que hasta las experiencias compartidas atraviesan el alma y el cuerpo de maneras distintas. Uno sirve un vino; otro saca fotos y una perrita callejera de color dulce de leche reclama su parte, mientras Vincenzi sirve el guiso y alguien pide un brindis.

Es el mes de la amistad y la promesa de hace 60 años está intacta: “Hasta que quedemos dos”.

 

 

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