El día que renuncié a mi trabajo

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El día que decidí renunciar llovía, como si la ciudad quisiera darme un telón gris para la escena. Caminé por calle 8 hasta la oficina, esquivando paraguas y vendedores de medias. Tenía en el bolsillo la carta impresa, aunque sabía que las palabras iban a salir de mi boca antes que del papel.

No era un trabajo terrible. Pagaba las cuentas, me mantenía en movimiento. Pero me estaba apagando de a poco. Me di cuenta un martes a las 4 de la tarde, mientras miraba por la ventana y veía pasar un colectivo de la línea 214: sentí que todo afuera se movía menos yo.

Renunciar no es sólo irse. Es dejar de sostener una rutina que no nos sostiene. Es decir “hasta acá” aunque no haya un plan perfecto después. Cuando salí, la lluvia había parado y el aire olía a tilo. Caminé hacia Plaza San Martín con una mezcla de miedo y alivio.

En ese momento entendí que, en La Plata, como en la vida, siempre hay otra calle para doblar.

 

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