Historias de vida y de muerte en Sierra Chica
Construida en 1882 el legendario penal bonaerense entró en un proceso de cambios que procuran hacerla más segura pero también más humana. Historias de motines sangrientos, como el recordado del año 1996, y presos famosos como el mismísimo "Angel de la muerte", Carlos Robledo Puch o el "Loco del Martillo"
| 30 de Abril de 2001 | 00:00

Hoy crecen lechugas y tomates sobre la canchita donde los amotinados del '96 jugaron al fútbol con la cabeza del preso Agapito Lencina. Hoy salen flautas de pan blanco y crocante y facturas de crema pastelera de la panadería donde no menos de ocho cuerpos humanos fueron mutilados y cremados durante aquella famosa revuelta. Hoy se respira el aire de la sierra y se siente la música pegadiza del rezo de los evangelistas en los pasillos de los pabellones por donde la muerte y la venganza se pasearon a punta de faca durante el motín del invierno pasado.
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Entrar al penal de Sierra Chica implica un inevitable ejercicio de comparaciones. Como fotos, van pasando las imágenes de los últimos motines que destrozaron el legendario penal bonaerense construido en 1882. El más grave fue en el 96: los presos tuvieron 7 días a una jueza como rehén y murieron 12 internos, algunos de ellos calcinados en los hornos de la panadería del penal. La acción reparadora ha ido más allá de la pintura, del revoque y del empeño por limpiar las manchas que el humo de los incendios impregnó en las paredes de puro granito. Y en el aire flota la sensación de que se trata de cambiarle la cara a una de las cárceles más duras del sistema penitenciario.
El último motín, en junio del año pasado, dejó prácticamente sin puertas las celdas de varios pabellones. El cierre de la cárcel de Caseros permitió recuperar centenares de estructuras de rejas aceradas que ahora sirven para cerrar los habitáculos de Sierra Chica. En el desguace de Caseros esta cárcel del sur bonaerense "ligó" también camastros, marcos de ventanas y paneles de vidrios antibalas que ahora sirven para cortarle el paso al viento serrano que se cuela sin respeto.
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Detrás de un cantero con flores lilas aparece El Loco del Martillo, uno de los presos "celebres" de Sierra Chica. No es ni la sombra de aquel muchacho de 19 años que estremeció al país en los '60 con sus crímenes a martillazos. Está viejo, cansado y fastidioso.
"Mil", dice, por todo saludo y extiende una mano con la palma hacia arriba. "Mil pesos y le cuento todo lo que hice, pero primero los mil porque acá todo el mundo me promete cosas y nadie cumple", discursea.
Sin contraoferta, El Loco del Martillo se pierde en un sendero, rumbo a los pabellones.
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El gobierno apuesta a reconvertir Sierra Chica en una fuente de empleo para los internos, recuperando la explotación de piedra granítica que la hizo famosa. Desde hace años la cantera está casi inactiva y para echarla a andar se necesitan máquinas nuevas que reemplacen a las viejas que hoy yacen en el cerro como esqueletos monstruosos. "Nos vamos a meter en un sistema de leasing para conseguir cinta transportadora y maquinaria moderna y así podríamos darle empleo a unos 400 internos con un sueldo de alrededor de 280 pesos por mes", se entusiasman las autoridades del penal, aunque por ahora no es más que un proyecto.
La estadística de Sierra Chica dice que la población general es de 1100 internos y contra lo que podría suponerse, la mayoría no son reincidentes sino primarios en el delito. Más de 300 cursan la escuela primaria, 152 la secundaria y unos 40 reciben instrucción universitaria. Hay 609 católicos, 401 evangelistas, 7 Testigos de Jehová y 256 que no profesan religión. El 87 por ciento de la población, alrededor de 700 presos, tiene conducta positiva lo que les permite gozar de hasta tres visitas semanales. El resto, 77 internos, forman el grupo de la conducta negativa y cuyas familias sólo pueden verlos una hora por sábado o domingo.
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En el fondo de un enorme galpón, tres hombres trabajan sobre un carruaje que parece robado a una película de Drácula. Es un transporte de carne que se usaba en 1882, cuando todo era flamante en el penal de Sierra Chica.
"La idea es restaurarlo y ponerlo en el frente del edificio", cuenta un oficial y se interrumpe porque detrás de una enorme rueda de rayos apolillados aparece uno de los restauradores. Es un hombre que parece pisar los 50 años, rubión, enjuto, de ojos celestes y penetrantes.
Se llama Carlos Eduardo Robledo Puch y a principios de los 70 el país que devoraba las crónicas policiales lo conoció como el "Angel de la Muerte", el "Chacal de Barrio Norte" o "el Muñeco Maldito". La justicia lo encontró culpable de once asesinatos cometidos en pocos meses, entre ellos la muerte de uno de sus cómplices al que antes de balear le quemó la cara con un soplete.
"Yo le doy un reportaje al que se anime a pasar la lengua por el inodoro, como la tuve que pasar yo", dice, desafiante, mientras se esconde en un bañito para evitar la cámara de fotos.
"¿Sabe que pasa?. Yo a los periodistas los detesto, los odio. Mi pobre madre se murió por el disgusto que se agarró al leer lo que escribían los periodistas sobre mi", vocifera. Robledo Puch mueve la cabeza a un lado y a otro como quien se cerciora antes de contar un secreto: "los nazis se están reorganizando", dice con una sonrisa maligna. Sus compañeros de trabajo sonríen también, como resignados: "Carlitos no es malo, está un poco loco, eso sí".
El hospital, cuyo quirófano hace 20 años que no funciona, fue aislado del acceso a los pabellones en el marco de una serie de reformas de seguridad interior. Todos los días un enfermero entra al penal con las dosis justas de piscofármacos que deben suministrarse a los internos en tratamiento médico. Ni una pastilla más se almacena en el área de Sanidad. "Es que en los motines lo primero que van a buscar es el Rhoypnol y así es como se terminan de armar los desastres", cuenta el doctor Horacio Escala cuyo sueño, dice, es ver en marcha el hospital del penal.
Sierra Chica recibió una inversión de 300.000 pesos que se volcaron en la vieja estructura y que apuntaron a mejorar la seguridad interna, las condiciones de las celdas generales, las de aislamiento, los talleres, la escuela y la granja. El subsecretario de Política Penitenciaria bonaerense, Miguel Angel Pló, resume: "tuvimos que usar la imaginación para estirar los fondos porque la situación económica es mala. Aún así creo que estamos cambiando las cosas y no me equivoco si digo que más de un detenido en Olmos no dudaría en venir acá, donde si hay algo que no existe es el hacinamiento"
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Pabellón 12 de aislamiento, reservado a internos con graves problemas de conducta. La celda 2 se abre y deja ver a un fantasma: es Horacio Sayago, acusado de violar y asesinar a una niñita en Olavarría el último verano. "Está acá por su propia seguridad, si lo mezcláramos con el resto no pasaría una noche y el problema sería para nosotros", confía un guardiacarcel. Los códigos de la cárcel son así y parecería no haber forma de cambiarlos. Sayago aprovecha para decir que está en huelga de hambre hace varios días en demanda, justamente, de que termine su aislamiento. El guardia se encoge de hombros: "dígame dónde lo ponemos, si a veces cuando lo sacamos al patio ya hay otros presos mirándolo como fieras al acecho".
Oscar Cardoso lleva 11 años trabajando en la panadería del penal, acaso la más nombrada en la crónica policial argentina. Después del motín del '96 fue virtualmente reconstruida y esos cambios incluyeron, obviamente, a los famosos hornos. Cardoso extiende un plato con pan caliente e invita: "dele con confianza, que la vida sigue". El pan sabe rico y Cardoso tiene razón.
Por Hipólito Sanzone, enviado especial a Sierra Chica Fotos: Christian Funicelli
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