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"Las confesiones del Sr. Schmidt"

El director oriundo de Nebraska Alexander Payne ha imaginado una comedia ambigua, que con la excusa del registro de costumbres, tal vez exponga un sombrío cuestionamiento al modo de vida norteamericano y, aún más, al sentido mismo de la existencia. Jack Nicholson está en el papel del Sr. Schmidt, un crítico inoportuno que no puede dejar de poner de manifiesto la incomodidad del experimento social.

9 de Marzo de 2003 | 00:00
Por AMILCAR MORETTI

Un crítico insinuó que "Las confesiones del Sr. Schmidt" utiliza como golpe bajo la propaganda de una organización filantrópica (Childreach) para niños indigentes africanos. Que la película finalmente justifica lo que supone objetar, esto es, el modo de vida norteamericano. Es probable, pero resulta insuficiente. La película contiene otras razones, críticas, cuestionamientos, reflexiones. Para comprender hay que estar muy atento a los muchos detalles, los repetidos silencios y las acentuadas miradas. La motivación anecdótica cuenta que el Sr. Schmidt es un hombre de clase media provinciana que de pronto es jubilado de oficio a los 66 años, se le muere la esposa y se casa su única hija (con alguien que él considera inconveniente). Schmidt se enfrenta al vacío que -descubre- ha sido su existencia. Schmidt es prolijo y correcto hasta lo puntilloso, ha obedecido todas las convenciones. Nunca una rebeldía. No es que no haya deseado algo distinto, sino que no le permitieron otra cosa. En su juventud tuvo otras aspiraciones, pero lo irónico, patético, gris, es que el deseo fue... ser un empresario millonario, tener dinero, un poco como Walt Disney y Henry Ford, confiesa. Cuando se encuentra fuera de los horarios fijos y las responsabilidades triviales de su oscura empresa provinciana, cuando no tiene las que tomó como obligaciones de esposo y padre, se interroga: ¿para qué estuve en el mundo? ¿Para qué pasé por la vida? ¿Qué marca voy a dejar? ¿Qué hice por mejorar al mundo?
Hay un desenlace ambiguo e impreciso, tal vez una trampa o un recurso que a la vez, parece, enriquece la película: ¿qué significa el llanto final de Schmidt? ¿Es que todo recobra sentido si se da un poquitito de dinero para ayudar a niños desnutridos? ¿No es esto lavar la culpa para que el sistema todo (el de distribución de riqueza mundial) siga igual? Las interpretaciones apresuradas, literales o simplificadoras empobrecen la película, que si va a perdurar es por su ambigüedad. El comienzo y el final antes del llanto -claros, concisos, sintetizadores- son tan reveladores como demoledores. De lo mejor de la película. También las reiteradas imágenes de paisajes desiertos, que amplifican la soledad del protagonista, con la música cubista, melancólica, indagante de Erik Satie. Cruel el símbolo de la casa rodante, perversión y trampa del sistema: mientras se acumula para comprarla no se la puede disfrutar porque hay que trabajar siempre, cuando se la va a usar no se puede porque ya se es viejo y llega la muerte.
Primero que nada, la película de Alexander Payne (41) sugiere que el modelo de vida norteamericano -confort y seguridad económica como sinónimos de felicidad- no garantiza su meta, precisamente, la felicidad. Que incluso -lo que es peor-, el modelo carece de sentido o no lo confiere a la existencia, sólo tapa, disimula y posterga el malestar. Y parece haber algo más: la sospecha de que si se indaga mucho, todo termina por carecer de sentido. Que a lo sumo ese sentido lo imponemos nosotros a las cosas y a la vida, y en ese trámite, apenas, se puede ser más reflexivo o más trivial, más indagante o más cómodo y bobo (esto ultimo ve Schmidt en su yerno, probablemente igual a él cuando joven). Y más aún, hay algo más desalentador: que el precario sentido que le intercalamos a la vida ni siquiera es de nuestra invención, que el común de la gente no interviene realmente en sus propias vidas, y que el sentido común rutinario que está instalado es impuesto de arriba y hasta convence con el espejismo de que hay libertad y que se elige.
La inoportunidad es la que pone en evidencia la incomodidad esencial (para sí mismo y frente a los demás) del Sr. Schmidt, el hombre mediocre, el hombre masa. Cuando él es él, cuando puede, lo dejan, se anima y desea ser él mismo, Schmidt resulta inoportuno, dice o hace lo indebido, o se encuentra en la situación inadecuada. Y es aquí que pone de manifiesto la incomodidad del vivir de todos, porque todos son hipócritas al esconder o disimular sus profundos y verdaderos intenciones, propósitos, intereses. Al esconder, tapar, silenciar o no ser conscientes del desencuentro originario y esencial todos son hipócritas. No es que los demás sean "malos", es que no son el ideal -la "normalidad"- que dicen encarnar y representan. No es que Schmidt sea más "malo" o egoísta que los demás. Los otros -todos- los personajes son iguales o parecidos a él, sólo que con distinto estilo o manera. Pueden no ser inoportunos como Schmidt, pero tienen su mismo vacío, su mediocridad, su indiferencia, su egoísmo, su misma estupidez. La diferencia es que Schmidt es inoportuno al dar rienda suelta a su mirada crítica, implacable, poco comprensiva. Nada resiste esa mirada. La estupidez del experimento social se hace notoria aunque, en paradoja, para casi todos siga inadvertida. Más al fondo, la inanidad de la existencia -al menos en esas condiciones- es perturbadora. Además, ¿qué sentido moral tiene todo si un solo nene en el mundo se muere de hambre o por enfermedades curables? ¿O qué importancia tiene una fiesta de casamiento, una jubilación o la muerte de una anciana si un niño -uno solo- no tiene qué comer? ¿No es acaso una inmoralidad, una obscenidad que invalida todo? ¿Qué importa el malestar neurótico de un adulto de vida confortable si un chico muere indigente? ¿Basta con poner unas moneditas para caridad? Si se observa bien, se advierte que todos los personajes de "Las confesiones del Sr. Schmidt", al igual que el protagonista, están condenados, están derrotados desde el comienzo. No pueden zafar porque ni siquiera pueden buscar ni saben qué buscar ni cómo buscar, si es que se lo permiten a sí mismos o los dejan. Salvo, un poco, Schmidt, que lo hace con resignación, para reconocer, al final, la derrota. ¿Será por eso que llora en la última imagen, más por él que por el nenito africano?
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