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Tributo a Ingrid Thulin y Alan Bates

La actriz sueca fue musa y belleza inspiradora de Ingmar Bergman y el intérprete inglés lució una belleza emancipada, sutil y romántica. Ambos fueron emblemas de una época.

18 de Enero de 2004 | 00:00
POR AMILCAR MORETTI


Murieron con una semana de diferencia. El inglés Alan Bates el 27 de diciembre pasado, de un cáncer, a los 69 años, en Londres. La sueca Ingrid Thulin el 7 de enero, de igual enfermedad, a los 74 años, en Estocolmo. Ambos, desde distintos orígenes y métodos aunque similar espíritu, fueron figuras emblemáticas de los años 60 y 70. A los jóvenes hoy no les interesa; ni siquiera registran los nombres de Thulin y Bates, dos humanos de figura bellísima, no linda. (Entre tanta confusión y olvido, vale discernir. Una cosa es la "lindura", como la de cualquier modelo fashion, siliconada y de fitness, efímera, producción seriada y en recambio permanente para ser consumida sólo por la mirada. Otra cosa muy distinta es la belleza, valor superior, que envejece pero no se afea ni pierde sensualidad. ¿Hay algo más sexy que la melena de la loquísima Brigitte Bardot, o el rostro de Jessica Lange, o la voz y los labios de Jeanne Moreau? Allí todas las fantasías son permanentes: ¿cuántos lechos hicieron falta para desmadejar así esa cabellera, qué tardes de amor se traducen en esas arrugas del rostro y qué pedidos y jadeos habrá transferido aquella boca?).

Si a los más jóvenes no les importa o desconocen, muchos de los que vivieron igual esplendor que Thulin y Bates parecen hoy inficionados por el virus de la juvenilia, del reacomodo, de la sobreadaptación, del oportunismo. (Aclaro otra vez: no es malo ser oportuno; hasta es conveniente y deseable. Sí en cambio es desagradable el oportunismo). "Bueno sí, pero eso ya pasó. Basta con la cantinela del pasado como paraíso perdido", repiten los apresurados en la reconversión. "Si mirás para atrás te caés en el pozo de adelante", alertan. Yo y otros, reflexionamos: "Si no mirás para atrás ni para el costado, no se sabe de dónde viene uno ni junto a quién va." Y esto es malo para el futuro, porque rehuye responsabilidades y evita hacerse cargo. No hace mucho la tanguera Adriana Varela, lacaniana ella, concluyó así: "La nostalgia es un dolor en flor, y la melancolía un flor de dolor". De lo que se puede argüir que la melancolización sobre el pasado paraliza y la nostalgia aunque deforma ayuda a la memoria, pero lo claro es que el pasado, la historia, es lo que somos ahora y sirve para presumir el mañana. Repito lo dicho una vez: hay una paralítica nostalgia peor que la del sesentismo, y esa es la del noventismo. Una resulta ser la locura de la utopía apresurada y fracasada; la otra es la perversión de la "normopatía".

Desde allí entonces la belleza de Alan Bates y de Ingrid Thulin. Bates integra la nunca recuperada belleza de los libres e iracundos ingleses del "swinging London": junto a Terence Stamp, David Jemmings, Richard Harris y Laurence Harvey, primero que todos, y los más duros (siempre proletarios) Albert Finney y Tom Courtenay. De ellos sólo ha sobrevivido con plenitud artística Michael Caine. Hay que sumar dos mujeres: Julie Christie, la muchacha sexy, dulce y liberada con que soñamos alguna vez hacer el amor, y Vanesa Redgrave, maestra absoluta, que intimidaba con tanta emancipación. Entre los del público, las chicas super memoriosas recuerdan a Bates vestido de húsar en "Lejos del mundanal ruido" (1967). Los varones solemos verlo como el intelectual -siempre incauto e ingenuo, aunque no inocente, como todos los intelectuales- que aprende del humilde y vital Anthony Quinn en "Zorba el Griego" (1964). Las instituciones dicen que sus mejores trabajos fueron en "El mensajero del amor" (1970) y "El hombre de Kiev" (1967). Bates, claro, trabajó con los mejores directores de su época: Joseph Losey, Karel Reisz, Lindsay Anderson, John Schlesinger, Ken Russeel, James Ivory, Tony Richardson...

¿E Ingrid Thulin? ¿Cómo distinguir a Thulin de Liv Ullmann y Bibi Andersson, las verdaderas trillizas de oro creadas por Ingmar Bergman, tal vez el genio más grande del cine del último medio siglo? A fines de los años 50 se llegó a tributar a Thulin como "la actriz más grande del cine mundial". También se la comparó con otra sueca máxima, Greta Garbo, y, un poco más abajo, se dijo en un principio que era "la otra Ingrid" (en relación a Ingrid Bergman, también sueca). Algunos críticos afirman que su mayor personaje fue el de "Luz de invierno" (1963), como Marta, la maestra provinciana con anteojos cuyo ateísmo no puede frenar la pasión amorosa que siente hacia el presbítero del pueblo. Con Bergman filmó Thulin ocho películas, con escenas tan densas como audaces. ¿Cómo olvidar su dolorosa imagen masturbándose en "El silencio" (1963)? Como buen luterano, Bergman encontró siempre en el rostro de Thulin, insinuante y crispado, y su hermoso cuerpo desnudo, la íntima vinculación que hay entre sexo, represión, culpa y religión.

Thulin dijo una vez: "No soy nudista, soy una mujer intelectual", y su afirmación suena hoy sesentista. Mujer emancipada, lectora voraz y de refinamiento mundano, no mostraba problemas con su cuerpo y sabía que en la tierra es la fuente de goce que compensa el dolor. Así lo captaron tanto las cámaras de Bergman como las de otros maestros, en la talla de Luchino Visconti, cuando en "La caída de los dioses" interpreta a la madre del emporio capitalista nazi que hace el amor con su hijo para volverlo de nuevo al útero; el francés Alain Resnais en "La guerra ha terminado", o Mauro Bolognini en "Agostino".

Otros directores importantes también la eligieron: la sueca Mai Zetterling y sus connacionales Sjösberg y Sjoman, además del injustamente olvidado Marco Ferreri. De Hollywood huyó despavorida, aún tras filmar nada menos que con Vincent Minnelli. En la década del 80 se refugió en Italia y ahí se quedó hasta que eligió morir en Estocolmo. La boca de Ingrid Thulin, amplia, marcada y sensual, casi como una caverna que promete y a la vez supone el miedo a lo desconocido, siempre tuvo una sonrisa trágica. Es que la boca puede proferir la verdad, el discurso desconocido y escondido, que todos tememos.

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