Jamás se vio semejante castigo

La brutal diferencia hizo que Baldassi lo terminara cinco antes

Sólo quien estuvo ayer en el estadio podrá entender los motivos que conspiran severamente en la búsqueda de la mejor descripción. Lo adelanto, estas líneas serán un fracaso. Es imposible plasmar en un puñado de renglones la excentricidad de una pulseada desvirtuada por la enorme desigualdad entre los protagonistas.

Quien hoy levante el tono de voz, interrumpiendo una conversación entre amigos, para recordar que él había pronosticado semejante resultado, es un tremendo mentiroso. Nadie predijo, (¡obvio, quien se hubiera animado!) esta locura de goles edificada sobre una superioridad pocas veces vista en el fútbol moderno.

El destino la pensó bien, cuidando todos los detalles. Hasta el almanaque se hizo cómplice "Pincha". Justo un 16 de Octubre, 38 años después de la hazaña en Manchester, la gente gozará el feriado confundiendo el orden y los autores de los goles. Todo fue raro. Increíble, pero real. De tan dulce, hasta un poco empalagoso.

SHOCK, AQUI Y ALLA

El hincha de Gimnasia, es lógico, está shockeado, y el de Estudiantes también. Uno por la tristeza que parece infinita y no lo es; el otro, por la exuberancia de una victoria impresionantemente grande, soberbia, única, fuera de toda proporción y límite.

Repito, sólo quien estuvo ayer en el escenario de los hechos coincidirá en la dificultad de mensurar lo ocurrido. Cuando un partido bravo de barrio contra barrio termina 7 a 0, la felicidad del ganador es, vaya noticia, inmensa; pero, cuando hay tanta rivalidad, se disfruta mucho más la mínima diferencia. El haber sufrido para conseguirlo, los temores superados, las promesas hechas, el dolor de panza previo, la expectativa y los nervios le dan al objetivo alcanzado un envoltorio incomparable.

Después de siete latigazos, allí cuando el adversario se convierte en víctima, baja la excitación y brota la piedad. Nunca se festejarán del mismo modo un triunfo tres a dos, "parido" con el corazón en la boca y la espalda empapada de miedo, que una lluvia de goles acaramelados.

Así como un chico se come siete chocolates, sin descanso, desaforado, uno atrás del otro, Pavone y Calderón se empacharon con las facilidades de un rival mareado, confundido e impotente.

Los que se fueron últimos, después de abrazarse varias veces con un desconocido como si fuera pariente; los que, vanidosos, les recordarán a sus nietos que fueron testigos de un éxtasis histórico; los que empapelarán la oficina con las páginas de este suplemento; los que agradecieron al cielo por haber llevado por primera vez a su hijo a un clásico; los que lloraron de emoción, los que se rieron a carcajadas, los que fueron al centro y se quedaron pegados a la bocina; los que volvieron rápido a la casa para grabar todos los canales, todos los programas, todos los comentarios... Todos ellos, todavía no caen. Desconfían de haber sido elegidos para mudarse al paraíso. Todos ellos, esta vez casi no sufrieron. Salvo un primer centro de Cabrera para Silva, estuvieron toda la tarde de fiesta.

¿Dónde se vio un clásico tan fácil, así de contundente? Los memoriosos no recuerdan una paliza ni siquiera parecida. Por todo lo narrado, hizo perfecto Baldassi en terminarlo sin adicionar el tiempo de descuento. ¿Para qué seguir? No tenía sentido.

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