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Opinión |ENFOQUE

La novela emblemática de un escritor entrañable

6 de Julio de 2013 | 00:00
La novela emblemática de un escritor entrañable

Por ALEJANDRO FONTENLA (*)

E n estos días en los que se cumplen cincuenta años de la aparición de Rayuela, paso la vista al azar por las páginas de mi ejemplar de aquella primera edición, que está prácticamente desintegrado, y con una perceptible quemadura en uno de los bordes de la tapa, vaya uno a saber cómo se produjo. Al hacerlo me ocurre algo parecido a lo que experimentaba Salieri en la película de Milos Forman, hojeando con ojos desorbitados y rostro desencajado las partituras de Mozart, abrumado por semejante talento.

En las páginas de Rayuela aparecen aquí y allá situaciones aparentemente absurdas, diálogos de pronto insensatos, esas sesiones en el Club de la Serpiente cargadas de gratuidad, que sin embargo poco a poco señalan los abismos a los que finalmente conducirán las reflexiones más hondas sobre la condición humana y sobre los enigmas de la existencia. Y aquí y allá, además de estos diálogos y situaciones supuestamente anacrónicos, destellos de una belleza enceguecedora.

UN TEMBLOR

Cuando leí Rayuela por primera vez, a los diecisiete, cursando el primer año de la carrera de Letras, algo en mi interior se desplomó. Un temblor sacudió los estantes de una precaria y convencional biblioteca, la biblioteca de mi formación, y se avecinaba un estrépito de libros contra el piso. No fue fácil esa primera lectura, en realidad fue traumática, porque la literatura y la realidad empezaban a ser algo diferente. Y lo anterior, por lo menos en aquel momento, no servía más. Del texto de Cortázar brotaba el impulso irresistible hacia un nuevo compromiso con la vida, más profundo y más abarcador. En eso, como en tantos otros aspectos, Rayuela fue un libro único.

Algo similar ocurre en el capítulo 34, uno de los antológicos, donde Oliveira descubre en el cuarto vacío de la Maga un novelón que ella leía, y cuyo texto aparece interlineado en el relato de Cortázar. Ese culebrón, plagado de cursilerías y frases hechas, era lo que había que desterrar. ¿Y en cambio qué? Por ejemplo esto: “Pero qué hermosa estabas en la ventana, con el gris del cielo posado en una mejilla, las manos teniendo el libro, la boca siempre un poco ávida, los ojos dudosos. Había tanto tiempo perdido en vos (…) tanta niebla en tu corazón desconcertado.”

Rayuela nos enseñó, con el poder de convicción que ningún otro discurso podría tener, que el amor además de sensualidad debe incluir la inteligencia, que la felicidad personal no es válida, o por lo menos resulta sospechosa o incómoda si en el mundo sigue habiendo humillados y explotados, que los más valiosos rumbos para explorar son los que horadan los muros de la costumbre, los hábitos y los mandatos, que el juego y el humor son imprescindibles, que la libertad exige la necesaria dosis de transgresión, que la plenitud es imposible sin atreverse a soñar, y que ninguna revolución es tal si no incluye la ética y la verdad.

MODELOS

Si hubo una mujer a la que quisimos amar fue la Maga, si hubo un hombre al que quisimos parecernos fue Horacio Oliveira, tal vez por eso leímos tanto, y vimos tanto cine, y nos sumergimos en las cuevas de la calle Corrientes para escuchar las grabaciones de Charlie Parker, de Ellington, de Coltrane, de Telonius Monk, fumamos tanto y vagamos tanto enfundados en un impermeable que olía a humedad y a sopa fría.

Como en un juego de barajas, la novela de Cortázar reunió el conjunto de tradiciones culturales y literarias y las desparramó sobre la mesa, sin orden y sin una lógica preexistente. A ver qué hacemos. Qué sirve y qué no. Fue una verdadera revolución. Es cierto que semejante alteración sólo pudo producirse en esa década, en los sesenta, junto al rebrote de las vanguardias, a los Beatles, al flower power, a los ecos de la revolución cubana y a las extendidas expectativas de cambio social. Más adelante, ya en los setenta, Cortázar pareció cerrar ese abanico y ceñirlo a algunos problemas fundamentales: cómo articular compromiso ideológico y literatura sin traiciones recíprocas, cómo ocuparse de las responsabilidades presenciales que le imponían las causas abrazadas, por ejemplo el proceso de Nicaragua, y resguardar su tiempo para escribir, cómo ayudar a tantos, escribirse con tantos otros, extender en todo lo posible su solidaridad. “De la Argentina -escribe a Roberto Fernández Retamar en 1967- se alejó un hombre para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad”.

Entre la infinidad de cosas que se escribieron sobre Cortázar rescato esta semblanza que García Márquez tituló “El argentino que se hizo querer por todos”: “Lograba seducir por su elocuencia, por su erudición árida, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso (…) En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más impresionante que he tenido la suerte de conocer”.

VIEJOS APLAUSOS

En 1981, en una plaza de Managua, mantuvo en vilo a una muchedumbre leyendo uno de sus cuentos, “La noche de Mantequilla Nápoles”. Un año después, en la Universidad Autónoma de México, miles de alumnos lo ovacionaron durante veinte minutos antes de que él empezara a hablar. Esos aplausos viajaron, años más tarde, a un sombrío microcine de Buenos Aires, en las inmediaciones de Plaza de Mayo. Ante unas doscientas personas, Sara Facio daba un curso sobre historia de la fotografía argentina, y en particular, en ese día, se refería a su serie de retratos de escritores. En la pantalla pasaban Sábato en primer plano y en un banco del parque Lezama, y luego los rostros de Borges, Mujica Láinez, Bioy Casares, hasta que llegó la famosa foto de Cortázar, con el cigarrillo entre los labios, esa que luego vivirá en tantos y tantos cuartos de argentinos. En ese momento la clase se detuvo, la operadora no pudo continuar porque en el auditorio se instaló un silencio sólido, tangible, impresionante. Y rompió el aplauso. Envolvente, estremecedor, interminable.

La pregunta que nos hacemos hoy sobre Rayuela es si envejeció o sigue vigente. Y en eso, como en cualquier otra cuestión crítica, no quiero internarme en esta nota. Me remitiría, para el análisis de este aspecto, al magnífico estudio de José Luis De Diego (“Quién de nosotros escribirá el Facundo”, La Plata, 2003). Para mí, simplemente, aunque deba saltear páginas, Rayuela sigue siendo un texto inagotable, y leyéndolo vuelvo a sentir, cincuenta años más tarde, el mismo llamado a la rebeldía y a la búsqueda de la belleza en esta vida, más allá de conformismos y rutinas.

Rayuela llenó una época y marcó a una generación. Y para no hablar en nombre de esa generación, aunque quizás podría hacerlo, diré a título personal que me dio los anticuerpos y las reservas ideológicas, estéticas y morales para sobrellevar todo lo que vendría después, incluyendo lo de ahora. Es mucho lo que debemos a la obra de Julio Cortázar, nuestro escritor más entrañable.

“Cortázar, volvé”, reza un célebre grafiti pintado en una calle de Buenos Aires y es, creo, la síntesis de un clamor. A veces me parece que, en verdad, él regresa en la obra de nuevos escritores que admiro, Muñoz Molina, Nicole Krauss, Leonardo Padura, Almudena Grandes. Ninguno de ellos es servidor del poder, y en todos ellos late el mismo enfrentamiento a lo ominoso y la misma pasión por arrojar más luz sobre la vida humana y hacerla mejor.

(*) Escritor. Profesor en Letras (UNLP)

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