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Es uno de los hombres de letras más versátiles de México, pero durante mucho tiempo se concentró en mejorar su prosa solo como cuentista. En una entrevista relata como fue su salto a la novela, sobre la que afirma “sentía prejuicios”, y las virtudes que debe tener un escritor
Muchos años antes de ganar en 2004 el premio Herralde por su obra “El Testigo”, el escritor mexicano Juan Villoro se imaginaba como autor de buenos cuentos, ensayos y crónicas, pero jamás de novelas porque no se identificaba con ese género. “Nunca pensé que iba a escribir novelas, tenía prejuicios contra ella. Me parecían una forma difusa y poco atractiva”, asegura el intelectual de 57 años, que acaba de dar en la capital mexicana un ciclo de conferencias sobre el origen de este género literario.
De niño se sabía la alineación del Necaxa y soñaba con vestir la camiseta de su equipo de fútbol favorito, pero pronto descubrió su falta de talento balompédico y se conformó con escribir, primero crónicas sueltas, y después libros sobre fútbol, entre ellos ‘Balón dividido’, recién publicado.
“Yo tenía dos pies zurdos”, cuenta el narrador, quien sostiene que hay puntos comunes entre el fútbol y la literatura. Ambos, dice, “son juegos que dependen de la exigencia para producir placer”.
Es uno de los hombres de letras más versátiles de México, pero durante mucho tiempo se concentró en mejorar su prosa solo como escritor de cuentos o relatos cortos, oficio que aprendió después de asistir a un taller con el cuentista Augusto Monterroso, guatemalteco de origen hondureño, un maestro de la minificción.
“Cuando empiezas a escribir no tienes la menor idea de si te van a publicar. Mis primeros cuentos fueron rechazados en varios lugares”
“Cuando un alumno presumía de haber terminado una novela de 300 páginas, Monterroso le preguntaba si estaba entrenando para escribir un cuento. A él le parecía que el cuento es más difícil y es cierto, porque en ese género literario hay una economía de recursos muy exigente”, señala.
Con tal influencia, Villoro emprendió una carrera como cuentista que, al principio, se pareció a su historia de futbolista de 16 años cuando intentó probarse en las fuerzas básicas de los Pumas de la UNAM y debió desistir por su falta de gracia en el manejo de la pelota.
“Cuando empiezas a escribir no tienes la menor idea de si te van a publicar. Mis primeros cuentos fueron rechazados en varios lugares. Mi primer libro de cuentos, ‘La noche navegable’, consta de once relatos. Todos ellos fueron rechazados al menos una vez, algunos hasta tres veces”, recuerda.
Aquel primer libro de ficción, publicado en 1980, cuando tenía 24 años, significó la aparición del escritor y, a partir de ahí, se confirmó como uno de los autores más prolíficos de América Latina, reconocido como un sobresaliente traductor de obras en alemán, guionista de teatro, compositor de canciones, ensayista y escritor de cuentos infantiles, todo sin dejar el periodismo.
“Para algunos autores el periodismo fue una preparación para escribir novela, otros como Gabriel García Márquez nunca dejaron de estar cerca de él. Para mí son vasos comunicantes y yo no sería el autor de ficción de hoy sin el entrenamiento del periodismo, ni viceversa”, asegura.
“Cuando escribo un artículo, ahí está el autor de ficción, no porque tergiverse la verdad, sino porque uso ciertos recursos técnicos, como la estructura de la trama, la adjetivación y la capacidad de entrar subjetivamente en la mente de otra persona, lo cual proviene de la literatura”, explica.
Después de diez años de escribir cuentos y crónicas, a Villoro se le ocurrió trabajar en una historia corta inspirada en el mundo de la oftalmología, pero el relato se le fue de las manos, empezó a desarrollarse con una energía de adolescente y, sin que su progenitor lo notara, se convirtió en su primera novela, titulada “El disparo de argón”.
“No sabía que ese cuento estaba creciendo hasta que fui a una clínica donde me atendieron de los ojos. Años después regresé al mismo hospital y, para mi sorpresa, salió la novela. Fue un salto monumental porque me di cuenta que había todo un mundo que había crecido en mi inconsciente de una manera larvaria”.
Con el pretexto de la fundación de un hospital de la vista por parte de Antonio Suárez, alumno imaginario del importante oftalmólogo catalán Barraquer, Villoro crea una metáfora de México que la crítica calificó como una obra capital de la literatura latinoamericana.
Después de graduarse como novelista, en 1997 llegó “Materia dispuesta” y en 2004, “El testigo”, ganadora del premio Herralde, una obra en la que Villoro recrea una historia de amor perdido, donde incluye una vivencia de juventud del padre del autor, cuando citó a una chica en la iglesia de Mixcoac para robársela, pero ésta no llegó.
La novela se refiere a los supuestos milagros de Ramón López Velarde, el primer poeta moderno de México, y recuerda la Guerra Cristera, mientras el país celebra la llegada a la Presidencia de Vicente Fox, después de 70 años de hegemonía del PRI.
El filósofo Luis Villoro, padre del escritor, era un hombre poco romántico; le fascinaban las mujeres, pero era de pocos cortejos. Juan sabía que su papá tenía una historia de amor oculta y pasó tiempo hasta que la conoció por boca de un tío jesuita, al cual Luis le había pedido prestado su coche para robarse a la hija de un general comunista del exilio español. La chica no llegó a la iglesia y el hombre se casó más adelante con otra mujer. En 1956 llegó al mundo Juan.
“Muchos años después conocí a la hija de aquella mujer, ella sabía la historia y fue un momento emotivo. En Mixcoac hay dos iglesias y un día yo me equivoqué al asistir al bautizo del hijo de un amigo mío. Esa vez me pregunté si quizás a la chica de mi padre le pasó como a mí, todo eso empezó a ser como un enigma potente y eso está en `El Testigo´”.
Villoro, quien hace dos años publicó su cuarta novela, es un escritor disciplinado y con oficio pero, como hacen los futbolistas profesionales, tiene sus propios recursos para atraer la buena suerte, como poner un llavero encima de su mesa.
“El que no tiene religión, tiene supersticiones, yo tengo religión (cristiano) y tengo supersticiones, lo cual me convierte quizás en una persona con demasiadas creencias. El llavero es lo esencial, para escribir no tengo más, pero sí soy de esas personas que jamás pasa debajo de una escalera, confía en los horóscopos y teme a los gatos negros”, reconoce.
Un montón de tiempo después, cuando en su barba surgen las canas y la calva se insinúa, Juan Villoro dejó de tener edad para ser jugador de fútbol, pero en la literatura es como un medio creativo versátil, con habilidad para jugar en varias posiciones y hacerlo bien apoyado en la intuición. “Yo creo que el escritor tiene que arriesgarse, tratar de hacerlo lo mejor posible, poner en juego sus pulsiones más personales y utilizar las destrezas del oficio. Después de eso, solo queda confiar en la buena fortuna, porque al final es como un juego de tahúres, das el juego y esperas quedarte con buenas barajas”, dice.
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