Un dilema para la mesa de luz: ¿hay que terminar un libro aunque nos aburra?

Una disyuntiva común a la hora de leer es si debemos continuar hasta la última página pese a que el relato no nos atrapa. Dejar o no dejar, esa es la cuestión

Estudiante de Letras él, conocido por saberse de memoria pasajes enteros de la literatura universal y orgulloso de una biblioteca inmensa heredada de sus abuelos, un buen día tomó la decisión de leer Ulises , la colosal y compleja obra de Joyce que tanto había evitado, y se dijo que lo haría aunque fuera un reto intelectual al que sólo unos pocos se le animaban. Lo intentó. Leyó y leyó y avanzó varias páginas. Siguió leyendo una y varias veces pero las páginas eran como oleadas lentas de lectura y la última de todas se le empezó a figurar una orilla a la que, por más que remara y remara, jamás iba a poder alcanzar. “Y un día pasó –cuenta él, risueño y tiempo después-. Estaba en el baño con la novela y, te juro que sin querer, en plena lectura, se me cayó y fue a parar al fondo del inodoro. Lo tomé como una señal: yo no dejé el Ulises. El Ulises me dejó a mí”.

Sencilla y real, la anécdota sirve para entrarle a un viejo dilema: si un libro nos aburre, ¿hay que dejarlo o leerlo hasta el final? La posición de Borges sobre el tema es bien conocida: si un libro no da placer, debe dejarse de inmediato. “La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz”, decía el cuentista acaso con una fina ironía. Y no es el único escritor que tiene esa idea: hace un tiempo, Martín Caparrós se refería a la cuestión y sintonizaba con la teoria borgeana. “Cuando leo estoy dejando ese libro todo el tiempo -dice el autor de “Los living”-. Lo primero que tiene que construir un texto es la nostalgia de sí. Y si no, chau. Lo menos que se le puede pedir a un libro es que te obligue a leerlo, ¿no? Lo cual sucede poco: dejo muchos más libros que los que termino”.

Lo que dice Caparrós coincide con lo que opina el escritor Adrián Chávez, quien compara el dilema con una escena de Matilda, la película basada en la novela de Roald Dahl. En el film, “la viril Miss Truchbull obliga a un gordito a engullir, entero y sin descanso, un pastel de chocolate de proporciones por demás antipedagógicas. Aunque no se menciona en la novela ni en la adaptación fílmica, es probable que el niño no haya vuelto a probar un pastel de chocolate mientras habitó esta vida. De manera similar, me parece comprensible que un joven no quiera abrir un libro nunca más, después de que lo han convencido de la obligatoriedad de tragarse todo lo que hay en él”.

Claro que, en los campos de la literatura, hay trincheras para todos los gustos. Están también los que defienden la perseverancia de la lectura y hasta recurren a una vieja frase para forjar la idea: “un libro hay que leerlo hasta que te guste”.

En esta línea podría inscribirse la postura del crítico literario Noé Jitrik, quien alguna vez aseguró que nunca dejaba un libro. “La lectura es una cadena infinita -declaró-: una vez que uno se subió a ella no hay escapatoria, salvo si, como les ocurre a ciertos amantes perpetuamente desdichados, los libros se empeñan en abandonarlo”.

Defensores del abandono -“puede ocurrir que el libro sea genial y nosotros no estemos pasando un buen momento como lectores”, sugiere el periodista y escritor Juan José Becerra (ver aparte)- o amantes de la lectura hasta las últimas consecuencias y cueste lo que cueste, lo cierto es que la disyuntiva no es nueva y tiene tantas opciones, puntos de vista y opiniones como lectores existen, aunque ninguna de todas ellas debería obviar las palabras del escritor francés Daniel Pennac, autor del famoso decálogo sobre los derechos del lector. En el punto tres de ese manifiesto ya emblemático -”el derecho a dejar un libro”, que aparece luego de “el derecho a no leer” y “el derecho a saltarse páginas”-, el autor de grandes obras para niños asegura que abandonar una historia que no nos convence representa un alivio, a pesar de la culpa -sobre todo en lectores compulsivos- que ese abandono puede provocar. Según el francés, existe una especie de química entre la obra y el lector. Casi como dos personas que buscan su media naranja. Si uno de los dos no quiere, entonces no hay nada. Incluso, dice Pennac, a veces sucede que perdemos o se nos cae de las manos ese libro con el que venimos lidiando y, en ese caso, lo mejor es dejarlo ir. Como le ocurrió a ese estudiante de Letras que, un buen día y casi sin proponérselo, sentado en la intimidad de su baño, fue víctima del azar o la torpeza y se sintió abandonado por la obra de Joyce.

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