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Un viaje para entender la loca campaña en EE UU

Un viaje para entender la loca campaña en EE UU

Un viaje para entender la loca campaña en EE UU

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3 de Noviembre de 2016 | 01:37

ROBERT SAMUELSON

P ara comprender esta desagradable y loca campaña en Estados Unidos, hay que remontarse a 1973, fecha en que aproximadamente el 60 por ciento de los norteamericanos de la actualidad estaban vivos. El viaje al pasado ilumina de qué manera Estados Unidos y, en verdad, la mayoría de las naciones avanzadas, se volvieron adictas a un crecimiento económico rápido y de qué forma eso, a su vez, contaminó nuestra política. Produjo desilusión y desencanto.

En su conjunto, 1973 fue un buen año para la economía norteamericana, con una gran excepción: agudos aumentos en el precio mundial del petróleo. Aparte de ese hecho, muchos indicadores fueron optimistas. El desempleo promedió en un 4,9 por ciento. El producto bruto interno -la producción económica-creció a un asombroso 5,8 por ciento. El excedente comercial norteamericano fue de casi 2.000 millones de dólares.

Esperábamos una economía estelar; ésa había sido nuestra experiencia desde fines de la década del 40. Lamentablemente, el poderoso auge creó expectativas de prosperidad (y avance) perpetua que no pueden cumplirse. El año 1973 marcó un momento decisivo, sostiene Marc Levinson en su interesante libro “An Extraordinary Time: The End of the Postwar Boom and the Return of the Ordinary Economy”. Después del comienzo de la década del 70 hubo buenos y malos momentos, pero el crecimiento económico rápido se desvaneció (con una excepción: fines de la década de 1990).

Levinson nos recuerda qué fascinante fue el auge posterior a la Segunda Guerra Mundial. En 1946, el panorama era deprimente. Se calcula que 4,5 millones de norteamericanos fueron a la huelga en busca de salarios más altos. Europa y Japón estaban devastados. Pero la recuperación fue abrumadora. En Estados Unidos, el número de unidades de vivienda aumentó dos tercios para los años 70; 22 millones de familias se convirtieron en propietarias de viviendas. La suburbanización fue viento en popa. En el mismo período, “la cantidad de equipos de fábrica ... casi se cuadruplicó”.

En Europa y Japón, los avances fueron aun más notables. En Japón, los ingresos promedio se elevaron casi un 600 por ciento para comienzos de los años 70. “La economía de Alemania Occidental creció cuatro veces durante esos mismos años; la de Francia, un poco menos,” escribe Levinson, un periodista de economía que se volvió historiador (amigo mío y ex colega). El comercio explotó, ayudado por las reducciones en los aranceles. Un estudio halló que las exportaciones de cinco países europeos aumentaron un 700 por ciento entre 1946 y 1957.

Esa bonanza económica tuvo muchas fuentes. En Estados Unidos, existía una demanda acumulada de artículos de consumo (automóviles, electrodomésticos, ropa) y de vivienda, tras la larga sequía de consumo de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. En forma similar, hubo una acumulación de nuevas tecnologías que debían comercializarse: televisión, fibras sintéticas, viajes en jet. En Europa y Japón, la reconstrucción masiva creó puestos de trabajo y la migración de trabajadores de granjas pobres a las ciudades y fábricas más productivas elevó la producción.

En EE UU hay una monstruosa desconexión entre la realidad económica y los imperativos políticos

No es de sorprender que la gente comenzara a dar por descontado ese crecimiento económico. Sus sistemas políticos y sociales se basaban en él. El estado de bienestar social supuso que la prosperidad produciría los ingresos fiscales necesarios para pagar beneficios generosos. Las políticas de libre mercado también suponían una prosperidad. Las importaciones podrían costar algunos puestos, pero la fuerte economía suavizaría el golpe creando nuevos.

El problema, alega Levinson, es que el fuerte crecimiento económico de las primeras décadas de posguerra fue una aberración. En verdad, eso parece ser cada vez más cierto. La ralentización del crecimiento económico se produjo en todo el mundo, según cálculos del difunto historiador de la economía, Angus Maddison. Desde 1870, el crecimiento de los ingresos per capita globales, ajustados a la inflación, promediaron alrededor de un 1 por ciento en la mayoría de los períodos, halló Maddison. Hay una gran excepción: entre 1950 y 1973, cuando el crecimiento per capita promedió casi un 3 por ciento anual.

Es una diferencia grande. A un 3 por ciento anual, el estándar de vida se duplica cada 25 años; los avances son visibles. A un 1 por ciento, la duplicación se hace en unos 70 años; los avances son lentos y a menudo parecen no existir. La contradicción política es obvia. La gente espera los frutos de un crecimiento económico rápido (ingresos ascendentes, beneficios sociales protegidos, amplias fuentes de trabajo), pero la economía no los entrega. Su desempeño es ordinario, no horrible, pero la gente cree que le prometieron más.

Levinson escribe:

“La creciente cólera por la incapacidad del estado de entregar a los ciudadanos promedio la prosperidad que prometió se ha manifestado en formas incómodas: resentimiento contra los inmigrantes ... oposición vociferante a pagar suficientes impuestos ... críticas incesantes de los servicios públicos ... [y] el ascenso de movimientos disidentes en los extremos de la corriente política principal.”

¿Suena familiar?

El gobierno podría aliviar las tensiones elevando el crecimiento económico y la productividad. En la práctica, no es fácil. “La tasa a la que las innovaciones afectan la productividad está casi totalmente más allá de la capacidad del gobierno de controlarla,” escribe Levinson. “Convertir una idea innovadora en productos comercialmente útiles ... puede involucrar años de intentos y errores.”

Hay una monstruosa desconexión entre la realidad económica y los imperativos políticos. Sería refrescante que nuestros líderes políticos reconocieran que hemos entrado en una época de límites -durante cuánto tiempo nadie sabe- pero prefieren evadir verdades desagradables y dedicarse a los ataques personales. El resultado es una campaña despiadada que acentúa insultos sobre sustancia y que, además de su vulgaridad, fue excepcionalmente poco informativa.

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