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Por SERGIO SINAY (*)
Mail: sergiosinay@gmail.com
Un antiguo consejo, cuyo origen se desconoce, advierte: “Cuando estés discutiendo con un tonto asegúrate de que él no esté haciendo lo mismo”. Buena recomendación para llevar en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero en tiempos en que se expandieron como plaga (o moda, según se vea) la confrontación, la discusión y la disputa, que muy fácilmente derivan en agresión y descalificación. El Talmud, milenario libro que recoge y transmite los fundamentos de las leyes rabínicas y las tradiciones del judaísmo, señala que Dios dotó a los seres humanos de dos orejas y una boca para que escuchen el doble de lo que hablan. Hoy las orejas parecen estar en extinción mientras las bocas se multiplican. Como resultado se termina por habitar una atmósfera bulliciosa, de voces agudas y en alza, que se superponen y que no tienen como objetivo desplegar un argumento sino tapar a las demás. En ese aire inflamable cualquier chispa termina en explosión.
Tanta popularidad han alcanzado la discusión y la pelea como forma “natural“ de relación que un cliché del cine y las telenovelas es mostrar cómo una pareja se pelea encarnizadamente para terminar, en el paso siguiente, haciendo el amor
Esto es fácil de advertir en la televisión. Sobran los ejemplos, desde seudo debates políticos que no arriban a ninguna conclusión y solo dejan como saldo anécdotas acerca de quién insultó mejor a quién, pasando por mesas de polémicas deportivas y paneles de dimes y diretes del espectáculo y la farándula que repiten el modelo de replicar sin escuchar y gritar sin respirar. Sin cámaras y micrófonos, el hábito se impone también en mesas de amigos, reuniones familiares, tribunas deportivas, reuniones de trabajo, aulas, boliches y casi cualquier lugar que convoque como mínimo a dos personas y, con ello, a la diversidad. La confrontación nace fácilmente, el consenso es una práctica dificultosa.
No es cuestión, sin embargo, de acordar por acordar. Ese ejercicio de voluntarismo “políticamente correcto” puede embozar resentimientos y tensiones que de un modo u otro estallarán en algún momento. El consenso “careta” es solo maquillaje que disimula las grietas de la piel. Muchos consensos reales y sólidos pasan antes por el desacuerdo y el conflicto. Desde el momento en que no existen dos personas iguales, toda aproximación a cualquier fenómeno se hace desde un punto de vista intransferible y, por lo tanto, diferente a otro. A veces las diferencias se dan en un rango se parentesco que no genera conflicto. En otras oportunidades ocurre todo lo contrario.
El primer acuerdo es aceptar que el conflicto viene con la vida. Existe entre la oscuridad y la luz, entre el frío y el calor, entre el agua y la tierra, entre el aire y el fuego, entre lo áspero y lo suave, y así hasta el infinito. Y los conflictos naturales se resuelven. Ahí están el crepúsculo y el atardecer, las estaciones, las playas y las costas como unos pocos ejemplos del espacio nuevo que los opuestos crean para complementarse sin desaparecer. Esta parece ser una sabiduría olvidada en las relaciones humanas.
Tanta popularidad han alcanzado la discusión y la pelea como forma “natural“ de relación que un cliché del cine y las telenovelas es mostrar cómo una pareja se pelea encarnizadamente para terminar, en el paso siguiente, haciendo el amor. Como si lo primero fuera condición necesaria de lo segundo. Como si se hubiese perdido la habilidad para llegar a la intimidad desde la ternura. Incluso las conversaciones entre amigos parecieran no ser lo suficientemente afectuosas o francas si no incluyen un buen intercambio de insultos (eso sí, “cariñosos”). Esto incluye también a las mujeres, que han ganado mucho terreno en este ejercicio.
Si hubiese una estadística sobre las palabras cotidianamente más usadas en todos los escenarios de la vida cotidiana “polémica” y “debate” disputarían el primer puesto. Cualquier cosa (pronto esto incluirá a recetas de cocina o consejos para trasplantar un potus) debe presentarse como “polémico” para tener existencia. La palabra polémica viene del griego “polemos”, que significa guerra. Toda palabra define, ninguna es inerte. La manía por la polémica es, entonces, una adicción a la guerra. El otro es un enemigo, y como tal hay que vencerlo. No importa cómo (aquello de que en la guerra hay reglas y convenciones es una engañifa para la tribuna).
Esto último bien puede explicar por qué no importa convencer, sino solo vencer. Por qué no se despliegan argumentos ni se los fundamenta, y por qué no interesa escuchar los del otro. Por qué, en definitiva, se pierde la valiosa posibilidad de aprovechar el desacuerdo para aprender a discutir. Porque no se trata de eliminar la discusión de la faz de la tierra, sino de aprender a ejercitarla. La lingüista Deborah Tannen (académica en la Universidad de Georgetown, en Washington, ensayista y columnista en medios como el diario The New York Times o la revista Time, entre otros) da un ejemplo muy claro en su libro “La cultura de la polémica”. Una persona está abrazada a la pata de un elefante y otra a la cola, cada una de ellas describe al animal desde el lugar en que se encuentran, y ambas niegan que la otra esté describiendo un elefante. Así, con mucha frecuencia, se puede generar una discusión absurda que termine en insultos, ofensas, descalificaciones e incluso en la agresión física.
En la cultura de la polémica la provocación desplaza a la reflexión y se exige que haya un “ganador”. Incluso quienes están de parte de uno u otro de los oponentes terminan creando sus propias polémicas y enfrentándose por cuestiones que nada tienen que ver con la inicial. El virus es contagioso. El lenguaje bélico se instala entonces en la vida cotidiana y se naturaliza. Están los “soldados” de Fulano o de Mengano, los “militantes“ (palabra que viene de milicia) de tal o cual cosa, se dan “batallas” (en lugar de procesos o tareas), se “lucha” por o contra esto y lo otro. Sin olvidar a quienes declaran su “fanatismo” (es decir la incapacidad de reflexionar y la imposición de una verdad absoluta) por lo que fuera, ya sea una moda, una persona, una marca, una camiseta o una banda.
En ese fárrago muere la palabra como instrumento para construir puentes entre miradas diversas, como herramienta para la exposición de ideas y como organizadora, coordinadora y transmisora del pensamiento. La cultura de la polémica, advierte Tannen, pone en juego nuestra vida pública y privada. Si reducimos el elefante a la pata o a la cola, termina por no haber elefante. Ambos se lo pierden. “No se trata de rechazar el conflicto o la crítica, dice Tannen, sino de aprovecharlos para nutrirnos con una amplitud de miras. Todo un arte, que muchos deben recuperar y otros aprender, para que no haya siempre dos tontos discutiendo.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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