Títeres, esos locos terroristas
| 20 de Marzo de 2016 | 00:26

Por JUAN BECERRA
ESCRITOR
Hace unas semanas, España se escandalizó por un hecho que la prensa española difundió como una catástrofe moral. Mientras tanto, los ciudadanos españoles hablaban del asunto con una pasión que por lo desproporcionada parecía que la utilizaban para olvidar que votaron un nuevo presidente hace dos meses y todavía no saben quién es.
El hecho en cuestión fue una obra de títeres programada para las fiestas de Carnaval y financiada por la Alcaldía de Madrid, gobernada por Manuela Carmena, una ex jueza y defensora de obreros detenidos durante la dictadura de Francisco Franco que llegó al cargo por una alianza con el PSOE. La obra, “La bruja y Don Cristobal (A cada cerdo le llega su San Martín)”, tenía toda la cosa bufa del género pero no estaba adaptada para niños.
En su trama, si se pude hablar en estos términos narrativos sobre una modalidad de ficción organizada tradicionalmente por cuadros, se sucedían escenas de violencia de trapo en donde unos títeres iracundos ahorcaban a un títere que representaba a un juez, apuñalaban al títere que representaba a un policía, crucificaban al que representaba a una monja, al tiempo que un títere bruja asesinaba al títere violador que la había atacado. Para darle otro toque de incorrección al pequeño teatro de muñecos, en algún momento uno de los personajes alza un cartel con vivas a la ETA: “Gora Alka-ETA”.
Los títeres no habían alcanzado a regresar al ostracismo de sus estuches que ya había ardido Troya. Sobraban los dedos de dos manos para contar el público, pero bastó que unos padres advirtieran que su niño no estaba viendo a ninguno de los edificantes personajes de Disney para quejarse con razón (imaginemos que vamos al cine a ver una película de Jean Luc Godard y nos enchufan una de Gerardo Sofóvich). A ese disgusto se aferró con una fuerza digna de causas más justas una ONG que denunció a los titiriteros y un juzgado amigo de la censura los mandó a la cárcel bajo el cargo de “exaltación del terrorismo”. El “antecedente delictivo” de estos actores manuales fue su simpatía pública por el anarquismo y su lectura insistente del manual “Contra la democracia”, donde se cuestiona el actual sistema de poder civil describiéndolo como una herramienta de dominación.
Por razones ajenas a esta nota estuve esos días en Madrid, extrañando la televisión basura argentina porque es mejor que la televisión seria de España por la que desfilaban singulares personajes argumentando violentamente contra los títeres y sus demiurgos, los titiriteros.
Dejemos de lado (o propongámosle un show del chiste en Carlos Paz) a las “fuentes de la investigación” que “revelaron” que el cartel que decía “Gora Alka – ETA” estaba escrito en un falso idioma vasco que cumplía la función de encriptar ¡un mensaje de Al Qaeda! La alcaldesa de Madrid pidió disculpas por el bochorno pero sostuvo en su cargo a la concejal de Cultura, Amnistía Internacional pidió por la libertad de los terroristas titiriteros y la televisión siguió discutiendo de manera enfermiza un asunto que debió haber acabado antes de empezar si alguien se hubiera hecho esta pregunta: ¿hay algo más irreal que un títere?
El representante de una fuerza política conservadora apareció en un programa político del prime time y empezó a enumerar indignado: “acá se ha ahorcado a un Juez, se ha asesinado a un policía, se ha crucificado a una monja”. Pero ¡si eran títeres! Es inconcebible que un hombre grande no se diera cuenta de eso y tratara a unos guantes con cabeza como si fueran verdugos del ISIS.
Pero el problema de fondo no es ideológico, porque tanto la alcaldesa Carmena (de origen comunista y presente de centroizquierda) como las tenaces cabecitas premodernas que siguen floreciendo en los almácigos franquistas que riega el Partido Popular coincidieron en que la obra había sido inaceptable. La diferencia de grados (el gobierno de Madrid quería liberar a los titiriteros; los conservadores, no) no impide ver que unos y otros cayeron en el mismo error: el de no darse cuenta que una obra de títeres es un sistema de representación.
Se puede pensar -también se puede no pensarlo- que la matriz de lectura de Occidente se basa en un régimen dominado por la religión y, por lo tanto, por una fe ciega en las ficciones. La Biblia es testigo y parte de esta idea, con sus extraordinarios pasajes de literatura fantástica que Borges supo apreciar con su ateísmo de low profile. En ese protocolo estamos formados cientos de millones de lectores que, seamos personas de fe o no, “creemos” en lo que leemos, en el cine, en el teatro, en la ópera y en el discurso político.
Amnistía Internacional pidió por la libertad de los terroristas titiriteros
Los teatros de títeres tienen cinco siglos de vigencia en España. En El Quijote (1605) ya existen incidentes entre títeres como los “ocurridos” hace unas semanas en Madrid, donde unos personajes les dan muerte a otros. La violencia es un factor crucial del género, y puede explicarse en el hecho de que en el escenario del teatro de títeres no sobra lugar. Sobra la superposición de personajes, por lo que los apelmazados muñecos no tienen otra salida que luchar por el espacio vital que, en cualquier representación, no es otra cosa que una disputa por el protagonismo.
La discusión por la violencia ejercida por muñecos, el encarcelamiento de sus supuestos ideólogos por portación de simpatías anarquistas (¡cúanto hace que los anarquistas no ponen una bomba!) y la necedad generalizada de creer en la ficción como en una realidad física insobornable son, sin dudas, cosas de chicos. A las que posiblemente no sea ajeno Las aventuras de Pinocho (1883), de Carlo Collodi, un libro monstruoso y ambiguo. Quienes se hayan contactado con la versión original ilustrada por Atilio Mussino habrán experimentado, además de miedo (es, sin dudas, un relato de terror), la presión moral sobre el lector. Pinocho, muñeco de madera que también tiene alguna experiencia como títere freak, se convierte en un niño “de carne y hueso” pero a él sólo le interesa consagrarse como un “bambino perbene” (un niño como es debido).
Nos queda imaginar que los cazaterroristas españoles especializados en desactivar células dormidas de títeres y titiriteros antes de que perpetren sus atentados en puntos claves (los cotillones, las jugueterías, etc), han dejado entrar en sus cabezas el ideal de Pinocho y lo han convertido en principio e hipótesis: todos los muñecos serán, tarde o temprano, individuos de carne y hueso, monstruos autónomos capaces de enrolarse en ETA o en cosas peores.
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