

El amor inteligente
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Por SERGIO SINAY (*)
El amor inteligente
¿Existe la magia? Los idealistas dirán que sí, los racionalistas que no, y podrán trenzarse en largas enumeraciones de argumentos. Lo que no se discute es que existen los magos. Y que nos entregamos a sus malabarismos con gozoso deseo de creer, para lo cual suspendemos por un rato la razón. Con creatividad, habilidad, ingenio y, por qué no, con arte los magos producen ilusiones, nos convencen de que hay otra realidad además de la que vemos y comprobamos. Hasta aquí todo bien, y se agradece, además, la existencia y presencia de los magos.
El problema aparece cuando mezclamos magia y amor. “El amor puede ser, a veces, mágico. Pero la magia es, a menudo, sólo una ilusión”. Esto dice Steve Javan Jones, poeta, viajero y aventurero, autor de “El camino menos transitado”. La creencia de que el amor es, en sí, mágico, que se sostiene a sí mismo en virtud de esa magia, que solo debemos esperar a que nos cubra con su manto para que una serie de milagros afectivos se produzcan, es la fuente de numerosas decepciones, resentimientos y dolores crónicos. Porque ocurre que, en nombre de ese mito, la razón fue desterrada del mundo de los sentimientos. Y en una cultura binaria, como es la que habitamos, tan afecta a separar los opuestos complementarios hasta convertirlos en adversarios, se da por sentado que la razón y la emoción no pueden convivir. Que los sentimientos deben ir por un lado y los pensamientos por otro y que, en definitiva, corazón y cerebro tienen que permanecer en compartimientos estancos. Se sospecha que la razón puede quitarle magia al amor, enfriarlo, convertirlo en desapasionado juego de ajedrez.
La razón, en realidad, ayuda a conocer, a comparar, a reflexionar, a evaluar, a deducir, a prevenir, a calcular (en el mejor sentido de la palabra, no en el manipulador). La razón significa un salto evolutivo cuántico que nos permite a los seres humanos ser la única especie cuyos individuos tienen conciencia de sí y son capaces de hacerse preguntas (y explorar respuestas) acerca de su propia vida, del mundo, del por qué y para qué de las cosas. Sin ir más lejos (o, por el contrario, yendo muchísimo más lejos, porque esto ocurrió hace miles de años) alguna vez alguien se preguntó por qué existe todo pudiendo no haber nada, y allí, ante el asombro despertado por el interrogante, nació la filosofía. Si no fuéramos racionales no existiría nuestra civilización, puesto que no nos la entregaron hecha sino que la creamos. No habríamos desarrollado complejos y maravillosos lenguajes, idiomas y otros puentes de comunicación y de expresión.
Si la razón nos hace humanos, y en tanto humanos nos pone en el camino de convertirnos en personas, ¿por qué habríamos de excluirla en el momento de esa experiencia suprema que es el vínculo amoroso? Todo argumento que intente explicarlo estará inevitablemente relacionado con viejas creencias culturales según las cuales amar es sufrir o no es amar. Sufra si quiere amar, dice la consigna. Esto llevó a decir al pensador suizo Denis de Reugemont (1906-1985) que en Occidente el amor feliz no tiene historia, idea que profundizó en su clásico ensayo “El amor y Occidente”. En realidad se podría decir que no tiene prensa, que todos los titulares se los ganan las tragedias y desdichas amorosas, las desventuras de los amantes, los desencuentros por los que deben pasar antes de poder ser felices y comer perdices (cuando es temporada de perdices). Ese material alimentó y alimenta abundantemente al cine, a la televisión, al cancionero popular, a la ópera, a la literatura, al folletín. Numerosas leyendas se nutren y nutrieron de esa creencia y tanto repiqueteo llegó a consolidar la sospecha sobre cualquier relación amorosa que no incluya altas dosis de sufrimiento. Si no duele no es amor, dice la consigna que se enarbola con convicción desde que la impuso el romanticismo, (ese movimiento cultural nacido a fines del siglo XVIII como reacción contra la supremacía de la razón propuesta poco antes por los iluministas, en cuyas filas se contaban Voltaire, Montaigne, Descartes, Diderot y tantas otras mentes brillantes cuyas luces no se apagaron hasta hoy).
La creencia de que el amor es, en sí, mágico, que se sostiene a sí mismo en virtud de esa magia, que solo debemos esperar a que nos cubra con su manto para que una serie de milagros afectivos se produzcan, es la fuente de numerosas decepciones, resentimientos y dolores crónicos
Pero ocurre que mucho de ese dolor se mitigaría o evitaría si pudiera establecerse, antes que ninguna otra, una sólida, duradera y cooperativa pareja entre la razón y el sentimiento. Se vería que ni la razón enfría al afecto ni el sentimiento oscurece a la razón. Cuando ese matrimonio se consagra nace la inteligencia amorosa. La inteligencia no se reduce a la medición del cociente intelectual (un fundamentalismo cientificista que reduce la enorme dimensión de lo humano a una serie de coeficientes que ignoran la diversidad entre las personas y los misterios que las habitan), tampoco se define a partir de las lecturas o estudios acumulados, ni se sintetiza en cierta capacidad oratoria.
Por sí sola la palabra inteligencia resulta una manta corta, que no cubre la vastedad de los atributos humanos y la variedad de su manifestación y aplicación. Podría argumentarse que inteligencia es, en definitiva, la capacidad de aplicar esos recursos (desde los físicos hasta los cognitivos, desde los intelectuales hasta los emocionales, desde los psíquicos hasta los afectivos) para responder a las distintas situaciones conque la vida nos plantea sus preguntas. Muchas personas con grandes títulos, mucha información y biblioteca responden mal a esas preguntas. A partir de esta definición la inteligencia amorosa quedaría evidenciada por la manera en que nos valemos tanto de la razón como del sentimiento para construir día a día nuestros vínculos afectivos.
Además de la mirada, la escucha, el respeto, el acompañamiento, la aceptación y la empatía, en donde hay amor hay misterio. Los misterios no se resuelven, como los enigmas o los problemas. Con ellos se convive. Es lo que hacen las personas amorosamente inteligentes
Muchas parejas lo hacen, y sin necesidad de realizar complicados entrenamientos previos. Abren los ojos para ver al otro como es, lo aceptan, se comprometen en proyectos que los nutren, aprenden a escucharse, aprenden a pedir lo que necesitan, aprender a expresar lo que sienten a través de la palabra y de las acciones, no le exigen al otro que sea quien no es, comparten valores y los ponen en práctica, no temen disentir y, gracias a ello, aprenden a discutir y a vivir en la diversidad, no encallan en posturas rígidas, son capaces de transformarse individualmente y a dúo, sin perder identidad, respetan los espacios propios del otro y cultivan juntos los espacios comunes. Nada de eso se da de un día para el otro. No hay magia. Se necesita tiempo y varios ingredientes que provienen de la razón, como son el entendimiento, el sentido común, la observación, la capacidad de deducción y el ejercicio de la introspección.
Max Planck (1858-1947), el padre de la física cuántica, decía que “la ciencia no puede resolver el último misterio de la naturaleza. Y eso se debe a que, en última instancia, nosotros mismos somos una parte del misterio que estamos tratando de resolver”. Además de la mirada, la escucha, el respeto, el acompañamiento, la aceptación y la empatía, en donde hay amor hay misterio. Los misterios no se resuelven, como los enigmas o los problemas. Con ellos se convive. Es lo que hacen las personas amorosamente inteligentes. Casan a la razón con el sentimiento. Un matrimonio feliz.
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