Brasil, la corrupción y el gobierno de Dilma
| 8 de Abril de 2016 | 02:18

Por FERNANDO H. CARDOSO
El hombre público no siempre escoge el momento en que se ve obligado a actuar. Llevado a opinar o a decidir, no puede distanciarse de sus ideales ni puede desconocer el contexto en que actúa. Nos estamos enfrentando a un proceso lleno de desafíos. Siempre fui muy cauto para apoyar una orden de impugnación del mandato, porque se trata de un mecanismo legal que anula una decisión electoral mayoritaria.
Así procedí en el caso del gobierno de Fernando Collor de Mello (1990-1992). Solo apoyé la tesis después de múltiples indicios de existencia de fechorías. El surgimiento de una de ellas (el caso del Fiat Elba), la parálisis del gobierno y el clamor de la calle fueron decisivos para la aprobación de la orden de impugnación. Fui cauteloso porque temía el retroceso institucional: La nueva constitución había sido promulgada en fecha reciente y todavía había arrebatos autoritarios en el aire.
Procedí igual cuando hubo la posibilidad de una acusación contra el entonces presidente Luiz Inacio Lula da Silva a causa de las “mensualidades” (un sistema de pagos mensuales ilícitos a congresistas para comprar sus votos parlamentarios).
¿Por qué adoptar otra actitud ahora? Es que el tiempo reveló con nitidez lo que antes era nebuloso. Para repetir las palabras pronunciadas en el Supremo Tribunal Federal (STF) en 2010 con respecto de las “mensualidades”: “Una organización criminal se apoderó del estado”.
Las prácticas corruptas, reiteradas en el escándalo de corrupción e incompetencia en la empresa estatal Petróleo Brasileño, Petrobras no se limitan a conductas personales, en sí mismas inaceptables. Se trata de un sistema que conectó al gobierno, las empresas y los funcionarios para efectos de enriquecimiento personal pero, principalmente, para financiar partidos y campañas electorales con miras a mantenerse en el poder. Es un fraude a la democracia además de un atraco al erario.
EL RESPETO A LA PRESIDENTA
Siempre me he referido con todo respeto a la presidenta Dilma Rousseff. No se trata, empero, del juicio de conductas individuales sino institucionales. Al endosar la trama pueril de que hay un “golpe” y disponerse a abrigar en su gobierno a la persona sospechosa de despreciables actos de corrupción personal, la presidenta incurre en la duda de la obstrucción de justicia, cualquiera que haya sido su intención. Eso refuerza el sentimiento favorable a la apertura de una orden de impugnación del mandato en la cámara. Hay otros indicios referidos en la petición inicial para justificarla, además de las “pedaladas fiscales”. Abierto el proceso, las pruebas deben de ser juzgadas por el Senado.
Es amplio el capítulo de la constitución que enumera los delitos de responsabilidad. El proceso se lleva a cabo en el ámbito político y no estrictamente en el jurídico. El juicio en sí se da en el Congreso y no en los tribunales.
El simple cambio de gobierno no resolverá los problemas nacionales. Esto requiere una nueva visión
Para que se aprecien los argumentos probatorios de culpa, como los que pudieran llevar a la absolución, el juicio no puede ser meramente político ni estar basado en la falta de popularidad. De ahí la amplia defensa de las imputaciones penales. Y la decisión final le tocará al Senado bajo el mando del presidente del STF.
El simple cambio de gobierno no resolverá los problemas nacionales. Esto requiere una visión nueva, un cambio en las prácticas político-electorales, así como de las políticas económicas que nos llevaron a la recesión, al desempleo y la desilusión. Estas prácticas son resultado de la mala conducción del estado por la política de Da Silva y del Partido de los Trabajadores (el lulo-petismo).
El poder democrático requiere la divergencia, el cotejo y el choque de opiniones, sometidos a la regla de que la mayoría decide los estancamientos, de que se respetan las leyes así como los derechos de las minorías y de los individuos. La corrupción del estado impide la comparación veraz y libre de las mayorías electorales que se forman gracias a los flujos financieros adquiridos gracias al latrocinio institucionalizado.
Podrían tener razón en lo abstracto quienes piden realizar ya elecciones generales. Pero, ¿cómo organizarlas ahora sin quebrar la constitución? La renuncia es un acto individual de voluntad que fue recibido con un rotundo ¡no! Debe de continuar el camino de anulación de las elecciones de 2014 por el Tribunal Supremo Electoral, pero su fallo podría ser objeto de recurso ante el STF, lo que retardaría su decisión.
Si esto ocurriera en 2017, prevalecería el texto de la constitución que establece elecciones de presidente por el Congreso si el tiempo del mandato por completar fuera de dos años o menos. Si hubiera refutación apelando a la legislación infraconstitucional que define la elección indirecta solo en caso de que falten hasta seis meses para el término del gobierno en causa, de la misma manera cabría una demanda dilatoria ante el STF.
RECONSTRUIR EL FUTURO
La parálisis de la acción gubernamental y la marcha cruel de la crisis económica que desorganiza a la sociedad imponen que se empiece ya a reconstruir el futuro.
¿Habrá líderes capaces de tal proeza? Solo el tiempo lo dirá.
Para eso necesitaremos de un mínimo de consenso entre las fuerzas y dirigencias sociales y políticas, incluso las dominantes hasta ahora, apartando a quienes tengan compromisos personales con las fechorías que arruinaron al pueblo, a las empresas y al estado.
Ningún compromiso para el futuro que esté basado en el amordazamiento de las investigaciones (sus eventuales excesos deberán ser corregidos mediante decisiones del STF) será capaz de reactivar lo que es esencial para nuestro mañana: la competencia en la conducción del estado, la confianza y el apoyo de la sociedad. Sin maniqueísmos, sin mesianismos ni pretensiones hegemónicas.
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