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Por

Francisco LAGOMARSINO

Hay jugadores que en una pierna meten el pase justo y definen partidos. Por ellos se paga la entrada. Anteanoche, Paul McCartney estaba resfriado quizás, disfónico, y al promediar su primer recital en el Unico, cuando sentado al piano le plantó batalla a “The fool on the hill”, unas cincuenta mil personas se preguntaron “¿cómo hará para cantar quince temas más?”

Minutos después, se habían olvidado y coreaban el hit reciente que el ex Beatle escribió para Rihanna y Kanye West, “Four five seconds”. En ocasiones, el contratiempo mejora la performance, la vuelve única, la saca de programa. En ésta, el escollo matizó pasajes, forzó rugidos y falsetes, y se tradujo en una lección de versatilidad y vigencia.

Ciertamente, se repitieron yeites de antaño como el recitado en castellano de los “tres conejos”, y los mohines de abuelo bueno. Así como Dylan -otro gigante- gruñe, destila hosquedad y retuerce sus clásicos hasta volverlos irreconocibles, McCartney se atiene al personaje de escenario que eligió hace muchos años, rozando una suerte de “populismo” al que le suelen bajar el pulgar quienes defienden, empero, otros placebos del mismo calibre; lo subestiman esos evaluadores que asignan tres estrellas a discos de artistas consagrados pero cuatro a los de la banda “hypeada” de turno.

Para quienes estaban en el campo, el audio fue claro, pero se habló de bajo volumen en sectores puntuales; se sabe, para escuchar, los recitales masivos no son la mejor opción. Son otra cosa. Con la complicidad de un grupo impecable, que encuentra la vena sobre todo en el repertorio de Wings, Macca puso a circular entre los platenses esa otra cosa, esa emoción particular: la de estar cantando en casa con uno de los compositores e intérpretes más relevantes de la historia.

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