#Capítulo 2: Y entonces me fui
| 14 de Julio de 2016 | 12:57

—Sos una pobre mina que me estuve curtiendo—lanzó el HDP. Pero eso fue después. Antes, me separé. No de él, claro. De mi ex.
Tengo treinta y cuatro y decidí separarme. Volver a cero. Empezar de nuevo. Lo primero fue buscar un departamento. Bueno, en realidad antes me había buscado un amante, como para impulsarme…
Imaginé que no me sería difícil encontrar en alquiler algo chiquito, lindo, prolijo y de un valor razonable. Me equivoqué. En las inmobiliarias deliran y sin que se les mueva un músculo de la cara ofrecen covachas sobrevaluadas. Placares sin muebles de interior (“Eso corre por cuenta del inquilino”), ventanas que dan a otra ventana (la del vecino de edificio), rincones con pintitas negras (“Olvidate! No es nada. Ya arreglamos la pérdida de agua”) y, por increíble que parezca, todavía subsisten los pisos alfombrados, que suelen venir con todo un mundo interior: pelos, pelusas, la obra de algún cigarrillo, manchas lavadas que no se terminaron de quitar y quien sabe cuantos microbios habiten ese universo paralelo que crece bajo los pies.
Mientras la mujer de sonrisa tirante y blazer azul, frente a la ventana, ponderaba la vista que tendría desde la habitación, yo veía aterrorizada que la alfombra roja me apuntaba con una aspiradora. Amenazaba, siniestra, con succionar mi tiempo. Supe que en ese duelo terminaría perdiendo.
Después están los edificios nuevos. A primera vista, esos son otra cosa: departamentos a estrenar, o casi, con amplios ventanales que garantizan el “todo luz”. Prolijidad, muebles de bajo mesada y azulejos blancos o beige que se presentan como un lujo exorbitante frente a los celestes, rosados o marrones que todavía conservan algunos baños y cocinas construidos en otra época. Las fotos que exhiben las páginas de las inmobiliarias ilusionan. En directo… bueno, el espejismo se desmorona.
Las cocheras son diminutas, justísimas, requieren de mil maniobras para encajar el auto en el espacio designado. Casi imposible lograrlo sin antes haber rozado, tocado o chocado alguna pared. Al menos hasta encontrarle la vuelta. Y puedo dar fe porque al final me decidí por una de esas grandes maquetas habitables.
En mi caso, de los primeros intentos quedaron algunos recuerdos: un rayón en un costado del auto, un espejo retrovisor rajado y, de una marcha atrás mal calculada, la cerradura del baúl rota, aunque eso ya lo arreglé.
—Vengo porque me quisieron robar el auto y me rompieron la cerradura del baúl, ¿el seguro me cubre eso, no?
—A ver…—dice el chico del seguro mientras revisa en su computadora— ¿Está acá el auto?
—Sí, lo tengo afuera. ¿Me cubre, no?
—Vamos a verlo.
Frente al auto. Examina desconfiado.
—Qué raro… la cerradura no está forzada…
— (…) Es que ahora tienen métodos muy sofisticados para robar… escuché que hasta pueden abrir puertas sin que suenen las alarmas...
—¿Cuándo fue?—interrumpe.
—El lunes —transpiro— ¡No! El martes.
—¿A qué hora?
—A la mañana. Bueno, en realidad yo lo encontré a esa hora. Me lo rompieron la noche anterior, supongo… por eso dije el lunes.
—¿Y dónde estaba el auto?
—En la calle.
—¿Siempre pasa la noche en la calle?
—No, pero había salido y volví tarde y mi cochera es un poco complicada y pensé que era mejor dejarlo afuera, porque… ¿Me cubre, no?
—La verdad que es raro… y estos pedazos de yeso…—dice como para sí, pero asegurándose de que lo escuche, mientras examina los pedacitos de pared que me olvidé de limpiar y siguen adheridos al baúl.
—Y si… no sé… capaz quisieron hacer palanca con un palo que sacaron de alguna obra… ¿Me cubre, no?
—Mmmm…—Piensa— Sí, creo que sí.
—¡Genial!
—(…)
— ¡Ah! Y también encontré el espejo retrovisor roto y un rayón al costado—me detiene con la mirada— Pero eso fue otro día… y no sé si en realidad ahí me quisieron robar…
En fin, supongo que a nadie se le ocurre probar la cochera antes de firmar el contrato.
Además está el asunto de las puertas principales de los departamentos: también las hacen chicas. Al punto que puede no pasar una mesita. Lo que implica subir gran parte de los muebles con soga por el balcón: una fiesta para el fletero, una desgracia para el presupuesto.
Y hablando del fletero, más precisamente de uno de sus ayudantes, que se parecía a Luciano Castro en tiempos de “Jugate conmigo”: un morocho musculoso de pelo largo enrulado. Bueno, me dejó un regalo.
—Tomá— dice mamá a regañadientes y me estira un papel.
Antes de que desdoblara la hoja, amenaza:
—Llamás y te mato.
Leo: Damián, dos puntos y un número de teléfono. Me río.
—Y esto también— alarga el brazo resignada y me da un Marroc.
Me río más. Finjo interesarme en el mensaje y dejo que me vea guardar el papel.
—Habrá pensado que soy tu hermana— pincha en busca de venganza.
—Nadie piensa que sos mi hermana, mamá.
—Sí, te juro que sí —sonríe victoriosa y encara para el ascensor de mi nuevo edificio.
Las bachas para lavarse las manos, que ahora las hacen afuera del baño, me parecen otra incomodidad. ¿A quién se le habrá ocurrido? Poco sexy cepillarse los dientes frente al candidato nuevo (porque cuando una se muda sola imagina un futuro repleto de interesantes solteros desfilando por el departamento).
De todos modos, uno de los momentos más difíciles es aceptar que definitivamente, por más que sigamos empujando, girando y volviendo a intentar un poco más en diagonal, ni la heladera ni el lavarropas van a entrar en esos recovecos que les designaron al construir el departamento. “Con medidas estándar”, mienten en las inmobiliarias.
Pero lo peor son las paredes, tan finas que podrían pasar por cartón. Puedo escuchar las conversaciones de mi vecina con sus amigas y el chirrido de la cama cuando la pareja de arriba hace el amor. Ellos padecerán mis noches nostálgicas, en las que pongo a Mónica Posse para que cante “Otra vez cambio de casa”.
No tenemos elección. Esas son las consecuencias de vivir en una gran maqueta: compartimos la intimidad del otro y acaso bajamos la mirada o forzamos un cruce de palabras sin importancia cuando el ascensor nos encuentra cara a cara.
Las noticias locales nunca fueron tan importantes
SUSCRIBITE