Les mataron a su padre y a su hijo: ahora trabajan para que no les pase a otros

Gastón Tuculet enseña rugby en institutos de menores. Pablo Pérez cree en “educar a los chicos”

“Cuando vos elegís ser ladrón o ser asesino, teniendo la posibilidad de ser otra cosa, es que buscaste el camino más rápido. No es lo mismo que un tipo al que lo tienen a cachetazos desde que nació; que lo único que vio fue eso. Son realidades diferentes”, dice Gastón Tuculet (55).

“La pobreza no es directamente proporcional al delito, pero es un caldo de cultivo para esta clase de tipos, que matan por nada”, reflexiona Pablo Pérez (44).

Gastón y Pablo no se conocen, pero les tocó atravesar por historias parecidas y parecido es el modo que eligieron para seguir viviendo con ellas, o a pesar de ellas.

Juan Pedro Tuculet (19), el hijo de Gastón, fue asesinado el 9 de marzo de 2013, cuando él y un amigo quisieron huir de un auto que los perseguía creyéndolos otros y le pegaron un tiro en un ojo.

Oscar Pérez (60), el papá de Pablo, era repartidor de artículos de kiosco. El 27 de julio de 1997 subió a su camioneta después de dejar mercadería en un negocio de 41 entre 125 y 126, un joven intentó asaltarlo y le disparó a la cara. Un tiro en el ojo lo mató en el acto.

Gastón y Pablo no piden mano dura. El primero enseña rugby en institutos de menores de La Plata. El segundo realiza trabajos sociales con amigos y vecinos de Tolosa, agrupados bajo el nombre “Iniciativa Ciudadana”.

Tuculet cree que “estas cosas sacan tu esencia. Si sos malo te sacará lo peor y si sos buen tipo tratarás de ser mejor. El odio no suma nada”. Y Pérez siempre supo que “no podía convertirme en lo mismo. Tenía que analizarlo y ver qué hacía con eso”.

DAR LO MEJOR

El mismo día que murió Juan Pedro, Gastón supo que ya no podía seguir trabajando en su carpintería, porque le recordaba demasiado a su hijo y debía pasar allí demasiado tiempo solo. Entonces decidió volver a la docencia.

“Yo había trabajado 15 años con menores”, recuerda Gastón en una charla con EL DIA, aunque “no sabía si iba a poder estar frente a un grupo con causa penal”. Le fue muy bien.

Pocos después del crimen de Juan Pedro lo invitaron a sumarse al Programa “Vida Dinámica”, de la Subsecretaría de Responsabilidad Penal Juvenil de la Provincia de Buenos Aires, para enseñar rugby en los Centros Aráoz Alfaro y el Predio “Nueva Esperanza”.

“El proyecto se hizo ahora más ambicioso y lo estamos llevando a toda la Provincia, para integrar a los chicos con los clubes”, de modo que, una vez que salgan, “encuentren un ámbito un poco más amable que aquel al que normalmente vuelven”, asegura Gastón.

Este programa que arrancó hace cinco años y al que Tuculet se sumó hace tres, tiene como principal objetivo “transmitir los valores del rugby” a chicos con causas penales, para “que empiecen a entender la realidad desde otro lugar”, cuenta este ex jugador y entrenador del club Los Tilos.

Lo enorgullece admitir que “hemos logrado que modifiquen conductas básicas de convivencia, trato y respeto”, a partir de “trabajar con reglas claras (a las clases no se entra con gorrita, ni se fuma), compañerismo y solidaridad”. Algo tan simple como asumir que “pueden escuchar para que los escuchen, porque en el silencio se aprende del otro”. Además de extender el programa a todo el territorio bonaerense, el plan es conectar a los menores con los clubes y que estos apadrinen a los institutos de sus ciudades. En otras palabras, integrar el “afuera” con ese “adentro” tan complejo.

Juan Pedro jugó en Los Tilos desde los 5 años y hasta que lo mataron.

“Cuando empezamos a llevar a los chicos del club (a los institutos) todavía estaba muy fresco el episodio de mi hijo y había compañeros de Juan, pero todo se dio de manera muy natural. Acá venimos a sumar. Y es una cuestión del destino que cada uno esté en el lugar que le toca estar”, convencido como está “de que ninguno de esos chicos ha tenido las posibilidades que hemos tenido cualquiera de nosotros. Mis dos hijos mayores son adoptados y podrían haber estado ahí adentro si no nos hubiésemos encontrado”, considera Gastón.

El no sabe por qué causas están allí dentro esos pibes, como ellos tampoco saben de su historia.

“Yo voy a hacer lo mejor que puedo, para que ellos tomen lo mejor de mí”, resume. A Gastón lo moviliza el aprendizaje de los chicos, tanto como el hecho de que puedan reconocer con las palabras que en ese rato que juegan se olvidan del encierro.

Tuculet cree que si no fueran necesarios tantos institutos y tantas cárceles, “quizás mi hijo estuviera vivo y eso no es poca cosa. Si tratáramos de mejorar algo para que no le volviera a suceder a otros, estaríamos mejor”.

ENFRENTAR LOS RECUERDOS

Pablo Pérez recibe a este diario en el comedor de su casa de Tolosa, desde donde se escucha cómo charlan en la cocina su madre y sus dos hijas de 6 y 12 años. Ellas no conocieron al abuelo Oscar, pero Pablo lo trae cerquita cada vez que lo nombra y les cuenta sus historias. “Fuimos al juicio oral en el 2000. Fue una etapa complicada”, recuerda “Colo” de ese proceso que terminó con Javier Alberto Herrera condenado a 18 años. Dos por uno mediante, no pasó más de 8 años preso. “Me enteré cuando salió, pero nunca me lo crucé”, dice Pablo.

En pocos días más se cumplirán 19 años del homicidio. “A los dos días que pasó fui hasta la casa de este hombre, que vivía enfrente del kiosco donde mataron a mi viejo. Yo sabía que había sido él, me habían dicho. Vi una casa muy humilde, unos pibitos jugando. Estaba solo en el auto y me quedé mirando, pero recién después de dos o tres semanas empecé a reflexionar”, revela Pérez, no sin reconocer que aunque “el primer sentimiento es el de querer cagarlo a tiros”, lo que sobreviene luego es la certeza de que “no me puedo convertir en lo mismo”.

“Necesitaba ponerme en movimiento y fue a través del laburo social, que empezó en las villas con un grupo de amigos”, rememora Pablo, detallando que mientras daba apoyo escolar a chicos de esos barrios la vida lo puso a prueba.

Entre sus alumnos tuvo al sobrino del asesino de su padre y también al hijo de quien lo encubrió. “Era una sensación rara, porque los pibes se reían; son chicos, pero ellos no sabían quién era yo”.

Esta posición lo ha enfrentado con algunos afectos que tienen una bien distinta.

“Tenía grandes discusiones con mi familia y preferíamos ni hablar del tema”, dice, justo antes de aclarar que entiende la otra mirada, aunque él se sienta muy lejos del odio o las ganas de revancha.

“Antes, cuando veía estas cosas por televisión. pensaba que no me iba a pasar. Y ahora que me entero de estos crímenes al voleo veo que es la misma situación, pibitos a la deriva que no tienen futuro. Y si la vida de ellos no vale, la del otro vale menos todavía”, analiza Pérez, seguro como está de que “hay que trabajar ahí. Hay que pelear por recuperar a estos pibes”.

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