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Por
SERGIO PALACIOS (*)
¿Por qué nos asombramos al enterarnos que matan a un padre frente a su esposa y su pequeño hijo? ¿Cómo sorprendernos ante un carnicero o un médico que persiguen y se enfrentan a quien los asaltó?
Estas tragedias desatan múltiples juicios. Pero hay una sola parte que no es víctima en esta suicida historia de la sociedad argentina: el Estado.
El Estado, en sus tres jurisdicciones, desató sobre la gente la mayor presión tributaria del planeta. Pero, en paralelo, intercambia por cada peso un simulacro de prestación de servicios que son una perfecta estafa.
Los políticos de las últimas dos décadas descubrieron que frente a cada problema, construir un simulacro es mucho más barato (monetariamente) que solucionarlos.
Salud, Educación, Justicia y Seguridad, son en la provincia de Buenos Aires el resultado de exprimir al pueblo bonaerense para que financiara las aspiraciones y campañas presidenciales de cuatro gobernadores. No hay provincia que soporte semejante ecuación o pueda evitar los resultados de pauperización de esos cuatro servicios básicos del Estado. A la degradación de esos servicios, corresponde la de la propia sociedad que llevó la violencia a las calles, las escuelas y los hospitales.
Mientras este desastre con futuro sombrío se extiende, muchos funcionarios del Estado se aseguran la mejor educación privada, una buena obra social con clínicas que son hoteles 5 estrellas, abogados caros para defenderse del latrocinio, y se encierran en barrios lujosos donde se sienten a salvo de la nueva barbarie.
El Estado estafa al pueblo. Sus conductores han construido un discurso poderoso que logra que mucha gente viva en la negación hasta sufrir en carne propia el castigo de la calle. Jamás se banalizó tanto el significado de palabras como “igualdad” y “equidad”, aunque la realidad está venciendo al simulacro.
La sociedad está asumiendo casi instintivamente que el Estado y los gobernantes (el gobierno anterior fundamentalmente) los han abandonado a su destino.
El centro del debate no puede estar en si el carnicero es o no culpable (o responsable penalmente), sino cómo y por qué llegan a ocurrir estos episodios. ¿Qué funciona mal en el sistema, que hace que la gente de barrio decida armarse?
El centro del debate es el Estado y su construcción de ilusiones como mecánica de dominación del Poder.
No en todos los países el discurso político es totalmente un discurso del Poder a cambio de entregar fantasías. Hay naciones con historia en asegurar la plena vigencia de los Derechos Humanos y sin embargo el cumplimiento de la ley es estricto y eso se irradia a la conducta de la sociedad.
Mientras que en nuestro país la hegemonía del “abolicionismo” generó más violencia en las calles, más impunidad, más policías y cárceles; en países como Suecia y Holanda, donde la ley se cumple sí o sí para la sociedad y el Estado, el resultado es cada vez menos delincuentes y menos cárceles. Así, entre 2013 y 2015 en Suecia se cerraron cuatro institutos carcelarios y un centro de detención por la falta de presos en las ciudades de Håja, Båtshagen, DBY y Kristianstad. Las medidas aplicadas en el país nórdico para reducir población carcelaria son inexistentes en nuestro país:
* Gran inversión en la rehabilitación de los presos.
* Gran inversión en prevención del crimen organizado.
* Penas más leves por delitos relacionados con drogas.
*Trabajos sociales para ciertos tipos de delincuencia, como el hurto.
Lo mismo ocurre en Holanda con el cierre de 19 cárceles entre 2009 y 2015 por la continua caída del índice de delitos y la consecuente falta de población carcelaria.
En la Argentina, la política de Estado es construir cárceles en lugar de lograr cerrarlas.
Hoy, la sociedad vive paranoica por la conversión del delito. Ya no hay ladrones y punto. Ahora te matan por poco y sin mediar reacción. Agobiado por impuestos e inflación, más la negación de los problemas, el hombre común de los barrios fue preparando su espíritu (inconscientemente) para ejercer la seguridad y justicia que el Estado le cobra pero no le da.
En 1789, a las afueras de París, la música acariciaba los oídos de quienes bailaban felices en los confortables salones de Versalles. Al mismo tiempo, la sociedad francesa, abandonada a las miserias de las calles embarradas, sentía cómo la furia se apoderaba de sus espíritus. El resto de la historia ya la conocemos.
(*) Profesor de Economía Política UNLP
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