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Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Queridos hermanos y hermanas.
La Iglesia de Dios, inserta en la humanidad, es parte de la sociedad universal. Sus miembros, es decir todos los bautizados, pertenecen a la comunidad humana. Por eso, la Iglesia siempre tiene necesidad de reflexionar sobre sí misma si quiere vivir su vocación y su misión de ofrecer al mundo el mensaje del Evangelio, que es mensaje de fraternidad y de salvación. Asimismo, cada cristiano en la Iglesia tiene necesidad de experimentar a Jesús en sí mismo y en el conjunto, según la súplica del Apóstol Pablo: “Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en su amor” (Ef 3, 17). En el transcurso de los siglos la humanidad siempre ha sido protagonista de grandes transformaciones, desconciertos y desarrollos, que cambiaron profundamente su modo de vida y sus orientaciones. Nada de todo esto ha sido ni es ajeno a la Iglesia, a todos los cristianos. Pero aun viviendo inmersos en esa realidad humana, cada uno tiene el deber de ahondar en la conciencia del ser eclesial, en lo que la Iglesia es por disposición divina, y dejarse conducir por el Espíritu Santo, que acude en nuestro auxilio según lo prometido por Jesús: “el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Jn 14, 26).
La primera consecuencia de nuestra profundización en la conciencia eclesial es la renovada comprensión de la personal y comunitaria relación existencial con Jesús. Verdad que no siempre es conocida, meditada y celebrada adecuadamente. Por eso, como decía el papa Pío XII: “es necesario acostumbrarse a reconocer en la Iglesia al mismo Cristo, ya que es Él mismo Quien vive en la Iglesia y por medio de Ella enseña, gobierna y comunica su Santidad; es el mismo Cristo Quien de diversos modos se manifiesta en los miembros de su Sociedad.” De modo semejante, nunca será suficiente toda exigencia para afianzar las relaciones fraternales entre todos los creyentes. Por la Gracia de Dios, somos una Familia de creyentes. Antes de proyectarnos hacia un mundo adverso, hacia quienes no tienen la misma fe, el mismo Jesús intercede ante el Padre en su Oración Sacerdotal: “Padre... no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu Palabra es Verdad” (Jn 17, 15).
Pero esa distinción no es separación. Tampoco es indiferencia ni temor ni desprecio. Cuando la Iglesia se distingue de la humanidad no se opone a ella, sino que se conjuga y se pone al servicio de la obra evangelizadora que le fuera confiada por el mismo Salvador del mundo. En la medida que los cristianos tenemos conciencia de lo que el Señor quiere que seamos, surge una singular necesidad de difundir el anuncio del Reino de Dios. Es el mandato misionero recibido el día de Pentecostés. Somos custodios del tesoro de verdad y de gracia, que recibimos en herencia desde la transmisión apostólica. ¡Defendámoslo con nuestra vida! Pero comuniquémoslo con fe, como miembros de una Familia de creyentes.
Quiera Dios concedernos que, en este Año Jubilar de la Misericordia, afiancemos nuestros lazos fraternos, de modo que la unidad eclesial vivida por todos sea un testimonio eficaz para bien de toda la humanidad.
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