El último fabricante artesanal de ladrillos de la Región “bajó la persiana” a los 86 años
Edición Impresa | 8 de Octubre de 2017 | 02:49

Por Carlos Altavista
“Hay tardes en que me subo al camión y vengo acá. No puedo estar en casa. Me quedo mirando, pensando, recordando. A veces me duermo la siesta. Esto es una vida. Es mi vida, y la de mi hermano Omar Natalio, que se me fue en febrero pasado. Pucha digo... Siempre juntos”.
Habla Dardo Valentini (86), en el predio de su ex fábrica de ladrillos macizos situada en 90 y 167. Cuesta decirle “ex”, porque ese hombre de manos curtidas como pocas, sonrisa melancólica y charla amena, elaboró los últimos dos ladrillos “el 21 de septiembre”. Y cerró “por falta de mano de obra”.
Dardo es historia viva. Literalmente. El legado en carne y hueso de una industria que, en el plano familiar, inició su abuelo David, y que en la época de oro llegó a contar con más de un centenar de fábricas en nuestra región.
Es el último artesano de una actividad hoy súper industrializada, que junto con su hermano Omar se congeló las manos en mil inviernos y soportó el calor más feroz durante otros tantos veranos, para confeccionar piezas perfectas que levantaron casas y edificios públicos en “Los Hornos, Berisso, Ensenada, City Bell. ¡Qué se yo! Donde se les ocurra”, dice y ríe quien dedicó 66 años al arte del ladrillo, cuyos secretos aprendió desde muy pequeño en la casa paterna.
“Tantos años de horno (como llama a la fábrica) y sólo tengo mi casa de 66 y 165”, resume y vuelve a reír Dardo, sinónimo de trabajo, humildad, bondad.
¿Qué es lo que más recuerda de todo ese tiempo? “Las visitas de los chicos de las escuelas. ¡Qué alegría! ¡Se iban fascinados!”, exclama, y sus ojos, de la emoción, se tiñen de color ladrillo.
Es viernes a la tarde, y Dardo Valentini recorre su historia bajo un árbol medio chueco, pero que regala una sombra hermosa.
desde la cuna
“Nací el 29 de enero de 1932 en la casa familiar de 64 y 162. Allí tenía el horno mi padre, Américo, que nació el 20 de febrero de 1891. Mi madre se llamaba Gina Pescetti. Todos argentinos, pero descendientes de italianos”, aclara.
Con su hermano Omar hicieron la primaria en la Escuela 83, en 153 y 66. “Cuando terminé, a los 13 años, ya estaba en el horno. Aprendí a hacer un ladrillo desde chico”, resalta Dardo.
Recuerda que “en 1946, 47, hicimos los ladrillos para el matadero de Abasto. Luego los de la cárcel de 149 y 70 (hoy unidad penal 8 de mujeres), que en ese entonces era para presos peligrosos”.
Se asoman a la sombra del árbol tres jóvenes veinteañeros. “Queríamos saber si nos puede vender los ladrillos para una galería”, le dicen. “Es que ya cerramos. Ahora no puedo atenderlos. Disculpen. ¿Pueden pasar la semana que viene?”, les sugiere Dardo, muy atento. Y así quedan.
Va en busca de unos ladrillos en particular. Los hay por todos lados. Crudos y secos. Trae consigo uno enorme, perfecto, con un borde redondeado. “Estos fueron para el Fuerte Barragán”, comenta, y acto seguido muestra unas fotos con ladrillos pequeños de seis lados “para un piso”. Otro hueco de ocho agujeros “a pedido de un hombre que al final no se los llevó”. ¿Entonces trabajaban a pedido? Toma en sus manos una pieza impecable. Clásica. Pero gigante. “Esto fueron para Cristina (Fernández de Kirchner), para el museo (del Bicentenario) que se construyó detrás de la Casa Rosada, en el subsuelo”, detalla.
Pero hay que remontarse hasta el 2 de agosto de 1951 para imaginarse a ese mismo predio rural en medio de la “nada de nada”, aunque allí, aquel día, fue terreno fértil donde Dardo y su hermano menor Omar, luego de trabajar un tiempo con el mayor, Valentino, fundaron la fábrica que tras 66 años “bajó la persiana” hace sólo diecisiete días.
mejor a caballo
Al llegar a 90 y 167, tras desandar un largo camino plagado de baches y ni bien se cruza una tranquera, a la derecha se levanta una sencilla vivienda. “Aquí vivimos con mi esposa, Nélida Isabel, durante 25, 26 años, desde que nos casamos en 1954. Y nacieron nuestros hijos, Daniel y Hugo”, relata.
¿Cómo hacían los ladrillos? “Con estiércol del hipódromo. Quince metros para 20 mil ladrillos. Y tierra negra, con 20 por ciento de colorada”, señala. Todo eso al pisadero, un gran espacio circular cavado en el terreno. Y a mezclar.
“En aquel tiempo se mezclaba con caballos. Al animal había que herrarlo. Cuidarlo bien. Como a un trabajador más”, subraya. “Luego se empezó a usar el tractor. Pero el material quedaba un poco más líquido. El bueno de verdad era el que se hacía con el caballo”, dice sin rodeos Dardo Valentini, y muestra un acta de su padre de 1935, cuando él tenía tres años, donde figuran el valor de una yegua y la montura.
Ocho años antes, el 21 de diciembre de 1927, se fundó la Asociación Patronal de Fábricas de Ladrillos de La Plata, hecho del que también conserva el acta, pues Dardo fue titular de la entidad en sus últimos 12 años de existencia. “Todos los bienes, tres departamentos, se donaron al Hospital de Niños”, comenta.
Avanza la tarde del viernes. Mientras, su hijo Daniel y Dionisio, quien trabaja con el “maestro” Valentini desde hace 43 años, convierten en ladrillos la materia prima que les sobró tras el cierre.
De los 12 tinglados que supieron tener, hoy quedan unos pocos. Tinglados de madera y chapa que cubren a los ladrillos crudos, antes de que entren al horno.
Entre ellos hay amplios espacios. Es que allí se tiende la “cama” de materia prima que luego es cortada con el molde. Y los ladrillos quedan perfectos. Siguiente paso, la cocción.
El horno es enorme. Capas de ladrillos son cubiertas con carbón. Más ladrillos. Y más carbón, que luego se quemará para cocinar las piezas. “Se usan 2.500 kilos de leña de eucalipto por horneada. Aunque los mecheros no se pueden encender en cualquier momento, sino cuando sopla viento a favor, desde la zona del río”, enseña. Desde el estiércol hasta el ladrillo terminado, unos 10 días. Arte puro.
“Con un camioncito Chevrolet ‘46 íbamos a dejar los ladrillos a cada obra. En persona. Esto era del productor al consumidor”
En aquellos tiempos de un predio que quedaba en medio de la nada, salvo las plantaciones de alcauciles, con vías altas, zanjones, sin luz, sin cocina, heladera a querosene, Dardo recuerda que sus manos, las de su hermano del alma y las de los obreros -que siempre trabajaron ocho horas al día, realza- se “congelaban en el agua en los inviernos, y el calor de los veranos llagaba la piel”.
No le gusta hablar de números. “Hacíamos 50 mil, 100 mil ladrillos al mes. Eso era relativo. Tenía que ver con la época del año y con la situación económica del país”, hace notar, para estimar en “doce” los obreros que trabajaban en los buenos tiempos.
Apunta que desde la inauguración del horno en 1951 hasta 1962 llevaban mucho material a los corralones.
“Después, con un camioncito Chevrolet ‘46 íbamos a dejarlos a cada obra. En persona. De la fábrica a la obra. Esto era del productor al consumidor”, enfatiza.
“El mejor año fue 1975. Llegamos a comprar dos camiones. Después no tuvimos ni para comprar una rueda de camión”, rememora Dardo y se le dibuja una hermosa sonrisa.
“En la década de los ‘90, con el auge del ladrillo hueco, la industria empezó a declinar”, afirma.
Cálculos gruesos: mil ladrillos huecos de un gran corralón se pueden pagar unos 35.000 pesos. “El mismo valor”, comenta Daniel.
Claro que el hueco “no aisla ruidos y se rompe de un martillazo. Pero ya nadie quiere hacer un trabajo tan duro”.
“Durísimo. Con mi hermano Omar hicimos el sacrificio juntos, con enorme cariño. Acá está toda nuestra vida”, dispara Dardo, para quien “un sueño hecho realidad fue la inauguración, en 2007, de La Hornallita, un pequeña réplica de un horno que se levanta en 143 y 66”, como símbolo de la emblemática localidad de Los Hornos.
Recuerda con enorme cariño las visitas de delegaciones de India, Francia, Australia, Colombia, entre otros países, que organizaba el Rotary Club. Y, sobre todo, las de las escuelas.
“Una vez, la comunidad de la parroquia (San Juan) de la Cruz nos dijo si podíamos hacer una exhibición. Nos organizamos y fuimos. Estaba lleno de boy scouts y de vecinos. No podían creer cómo se hacían los ladrillos. Resulta que poco después, una mujer vino y nos confió que antes, cuando iba por la vereda y encontraba una montañita de ladrillos, se fastidiaba y quería patearlos. ¿Y saben que dijo? ‘Ahora, después de conocer el cariño con que se fabrican, cuando tengo uno entre manos lo beso’”. Y Dardo Valentini, con sus manos de duro artesano, manos que moldearon durante 66 años la materia prima de miles de casas y edificios públicos, se limpió las lágrimas.
Lleva en sus hombros mucha historia. La familiar y la de “tantos horneros” que tiene en el recuerdo. “No quiero nombrarlos, porque me voy a olvidar de alguno y nadie lo merece”, finaliza.
El 21 de septiembre moldeó sus dos últimos ladrillos. Ese día tocó a su fin una rica parte de la historia local.
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