Nueva York convive con la incómoda sensación de ser un blanco del terrorismo
Edición Impresa | 3 de Noviembre de 2017 | 03:21

NUEVA YORK
ADAM GELLER
Agencia AP
Camino al trabajo todas las mañanas, Antonio Collac se detiene y enciende una vela en la iglesia católica romana de St. Peter, un santuario con columnas de piedra a dos cuadras de la zona cero del bajo Manhattan.
Allí, debajo de un techo con forma de bóveda que fue dañado por pedazos de uno de los aviones que derribaron las Torres Gemelas y delante del altar donde los bomberos depositaron el cadáver de Mychal Judge -el capellán que muchos describen como la primera víctima del ataque del 11 de septiembre de 2001-, la tragedia de esa mañana de hace 16 años no es ninguna abstracción. Collac, un diseñador que trabaja en el barrio desde hace muchos años, dice que él también es un vehículo que transporta los recuerdos de ese día.
El miércoles por la mañana, no obstante, Collac vino a ofrecer una nueva plegaria, en nombre de los ocho muertos y los 12 heridos de gravedad cuando el terror volvió a ensañarse con el bajo Manhattan, el día previo, a pocas cuadras de allí.
UN RIESGO LATENTE
El ataque fue un recordatorio, afirmó, de los riesgos que enfrenta un barrio que fue transformado por la construcción de nuevos edificios e invadido por turistas. A pesar de la exitosa renovación tras el ataque de 2001, los residentes señalan que el recuerdo de lo vivido sigue presente en sus mentes.
“Tú sabes, esta zona es el Blanco A. Lo sabemos. Todo el mundo lo sabe”, dijo Collac. “Pero no hay nada que podamos hacer, amigo mío. Hay que seguir adelante. Sólo podemos rezar”.
No está claro si Sayfullo Saipov, el inmigrante uzbeko de 29 años que atropelló a ciclistas y peatones el martes por la tarde en una camioneta alquilada, sabía lo cerca que estaba del sitio de los ataques del 2001. Cuando su vehículo chocó contra un micro escolar y se detuvo, estaba a escasas cinco cuadras del sector con los monumentos recordatorios a los ataques del 11-S frecuentado por turistas.
Para muchas de las miles de personas que viven, trabajan o estudian en este barrio, la noción de que puede ser nuevamente blanco de un ataque terrorista no toma a nadie por sorpresa.
La mayor parte del tiempo, en medio del movimiento de trenes subterráneos y los nuevos condominios y oficinas, es fácil olvidarse de esas preocupaciones existenciales. Aunque de repente se tropiezan con la nueva torre que reemplazó a las Torres Gemelas y recuerdan que, a pesar de toda la riqueza y la energía cosmopolita de la zona, al final de cuentas el barrio sigue siendo definido por lo que ocurrió en el pasado. El ataque de esta semana es, en todo caso, una horrenda confirmación.
La empleada postal Lorraine Bell salió a fumarse un cigarrillo al pie de la nueva torre número siete del World Trade Center, en un parque triangular dedicado a los sobrevivientes del ataque del 11 de septiembre. En esa ocasión, dijo Bell, ella estaba trabajando en un local a unos tres kilómetros, cuando la televisión comenzó a mostrar imágenes de las torres humeantes. Corrió hacia un supermercado, compró botellas de agua y empezó a repartirlas entre la gente que escapaba de la zona, cubierta de hollín.
Ahora, de vuelta en la zona de la torre, se maravilla con la transformación del barrio.
“Dieron un viro de casi 360 grados”, señaló.
De todos modos, no puede evitar pensar que parte de la mugre que se acumula en el piso no proviene de las obras sino que son residuos de las cenizas del ataque de 2001, incluso alrededor de los edificios más nuevos. “La gente se maneja como si todo fuese normal”, manifestó. “Pero hay mucha gente que no quiere trabajar por aquí”. Esa es la gran contradicción: la sensación de ser un objetivo permanente de ataque y la necesidad de hacer de cuenta que todo marcha bien, para seguir adelante.
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