La soberbia
Edición Impresa | 9 de Julio de 2017 | 05:17

Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Queridos hermanos y hermanas.
El pecado de la soberbia es el “apetito desordenado de la propia excelencia” (Sum. Theol. II-II q. 162 a. 2). El que es soberbio procede, explícita o implícitamente, como si fuera el causante, dueño y señor de sus condiciones y cualidades, aun exagerándolas. El libro del Eclesiástico afirma: “La soberbia es odiosa al Señor y a los seres humanos… ¿De qué se ensoberbece el que es polvo y ceniza, si aún en vida sus entrañas están llenas de podredumbre?” (10, 7 y 9).
La mayor soberbia es la de quien rechaza toda dependencia y pretende ser igual a Dios (cf. Gén 3, 5), y le resulta abominable que lo humillen (cf. Eclo 13, 20). Es un delito de extrema gravedad y “padre” de todos los pecados. La soberbia - apetito de la propia excelencia - es como el principio de todo pecado. Así, engendra la presunción, la ambición, la vanagloria, la ostentación, el egoísmo, la hipocresía y muchísimos otros; además dispone a la lujuria, a la infidelidad, a la avaricia, la envidia, la ira, la gula, la pereza… Pero, las consecuencias remotas de la soberbia son: el empecinamiento en las ideas falsas, a sabiendas que son falsas, la discordia, los juicios temerarios, la desobediencia, las murmuraciones y las calumnias…
En la doctrina cristiana se condenan las manifestaciones de soberbia, como el orgullo hipócrita del que todo lo hace para ser visto
En la doctrina cristiana se condenan las manifestaciones de soberbia, como el orgullo hipócrita del que todo lo hace para ser visto (cf. Mt 23, 5) y que tiene su corazón corrompido (cf. Mt 23, 25-28); o el que se considera superior a los demás y se atribuye virtudes que no tiene, como Jesús refiere en la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-14).
También Jesús enseña a la multitud la necesidad de cultivar la virtud opuesta a la soberbia: “que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Mt 23, 11-12).
La soberbia es, de suyo, un pecado grave o mortal, si bien admite parvedad de materia. No es exagerado afirmar que es el más grave de todos los pecados, porque se dirige directamente contra Dios, superando a los demás pecados en la aversión a Dios, que es el elemento formal del pecado. Es el pecado cometido por el Diablo o Satanás y los primeros seres humanos.
El Salmo 31 [30] finaliza proclamando: “Amen al Señor, todos sus fieles, porque Él protege a los que son leales y castiga con severidad a los soberbios”.
El mejor antídoto para los soberbios - ¡que son tantos! - es la práctica habitual de la humildad. La Virgen Santísima, dando gloria a Dios por sus obras en Ella, declara que Él “miró con bondad la pequeñez de su servidora… y dispersó a los soberbios de corazón” (Lc 1, 46 s).
El camino de los soberbios, de los arrogantes, de los que están asociados a todo mal, termina en la tortura de la desgracia eterna; mientras que el sendero de los humildes, de los que no buscan figurar ni aparecer, de los que no se vanaglorian, conduce y se corona en la felicidad sin fin de la Vida Eterna.
Todo el que sea soberbio puede sanarse, si lo quiere y si responde con pronta generosidad al Amor de Dios. Ante todo ha de convencerse de su propia indignidad, de su condición de pecador, de su fragilidad y de la perversidad del vicio de la soberbia; luego ha de contemplar el anonadamiento de Jesús, que “se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de Cruz” (Filip 2, 8), como también de la Virgen Inmaculada y de los santos; y empeñarse con responsabilidad a vivir según las enseñanzas del Evangelio.
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