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SERGIO SINAY (*)
Cuenta la psicoterapeuta vienesa Elisabeth Lukas que cierta tarde, hace algunos años, sonó el teléfono en su consultorio y, al responder, se encontró con la voz de una mujer angustiada que quería hablar cuanto antes con ella. El motivo de la llamada era la desesperación que esa mujer sentía ante lo que consideraba “la insustancialidad de su vida”. Tenía 50 años, había abandonado hacía tiempo la docencia, profesión que amaba, su matrimonio transitaba una rutina carente de afecto y amor y su hijo acababa de irse a vivir solo. Ante esa situación ella se había sumergido en la lectura voraz de numerosos libros de autoayuda, había concurrido a talleres y todo lo que había sacado de esas prácticas era una mayor confusión. No sabía dónde estaba, no sabía qué quería, flotaba en una montaña de nubes grises, sin perspectiva. “¿Qué debo hacer?”, preguntaba en su pedido de auxilio.
La doctora Lukas, una de las principales discípulas de Víktor Frankl (1905-1997), el gran médico austriaco padre de la logoterapia, poderosa herramienta terapéutica inspirada en la búsqueda del sentido de la vida de la persona consultante, le dio a aquella mujer un consejo claro y sencillo. Le dijo que dejara de buscar recetas adocenadas y ajenas, que se olvidara de lo que había leído, que dejara de observarse obsesivamente a sí misma y a cada uno de sus actos y elecciones del pasado. “Si lo piensa bien, le dijo, y desde otra perspectiva, hoy es el primer día del resto de su vida. Solo de usted depende lo que haga con ese resto”. En efecto, insistió Lukas, de ella dependería que pasara el resto de su vida royendo de manera autodestructiva en su propio ser o que empezara a procurarse tareas y actividades plenas de sentido, creativas, orientadas a mejorar la vida de otros, la propia y también el mundo.
Elisabeth Lukas no conocía a aquella interlocutora y jamás la vio personalmente, ni antes ni después del episodio. Cuando la mujer volvió a llamarla, meses después, fue para agradecerle aquella conversación. Había tomado muy en serio el consejo y estaba viviendo el “resto” de su vida con otro espíritu, con otra mirada y con nuevas ilusiones. Incluido en uno de sus libros (“Equilibrio y curación a través de la logoterapia”), este relato de la profesional vienesa parece pertinente en días como hoy, en pleno cierre de un año. Suele ocurrir en estos períodos que, mientras elaboramos listas escritas o mentales en las que nos prometemos iniciativas, cambios, tareas, refacciones, adquisiciones, incorporaciones y demás novedades para el año que empieza, también nos embarga un cierto desencanto o frustración por aquello que del mismo modo nos prometimos para el año que termina, y quedó sin realizar. Procuramos redimirnos con nuevas promesas por todas aquellas que incumplimos. Y nos asalta una suerte de culpabilidad por la oportunidad perdida. El final de año termina por parecerse a la comparecencia ante un tribunal del que solo saldremos absueltos si nos comprometemos a cumplir con una serie de cuestiones durante los próximos 365 días. Quizás buena parte de las tensiones, las urgencias, las angustias ocultas detrás de los abrazos, pirotecnia y burbujas de los festejos tenga que ver con eso.
“Hoy es el primer día del resto de su vida. Solo de usted depende lo que haga con ese resto”
Pero también es posible pensar que el comienzo de año no es el único inicio posible. Observado con detenimiento, cada amanecer es el comienzo del primer día del resto de nuestra vida. Y cada día, si hacemos memoria, trae un motivo (a veces pequeño y olvidado) por el que merecería ser considerado como el primero del resto de nuestra vida. Se nos abre de esa manera la oportunidad de vivir esa etapa bajo nuestra absoluta responsabilidad. La vida humana se compone de una sucesión de ciclos. O, como la veía la médica suiza Elisabeth Kübler Ross (1926-2004), máxima autoridad en el acompañamiento de enfermos terminales, es una rueda que, en cada giro, abre nuevos escenarios.
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De ese modo, mientras nos deshacemos del calendario ya agotado del año que termina, en el nuevo hay muchas fechas significativas que se pueden señalar como comienzos. Se cumplirán años de matrimonio, de haber completado estudios, de un viaje transformador, de una mudanza, del primer auto, de un logro personal o familiar, del primer trabajo, de haber dejado de fumar, de una operación quirúrgica exitosa, de un premio logrado en alguna actividad, de una amistad, del arribo a casa de nuestra querida mascota, etcétera, etcétera. Los rayos que conforman la rueda de la vida son numerosos y disímiles. Solo hay que recordarlos y reconocerlos. Sin ellos la misma rueda no existiría. Cada uno de esos aniversarios merece atención y celebración. Ellos dicen que existimos, dicen quiénes somos, dicen qué somos. Son nuestra historia y marcan una y otra vez comienzos para el resto de nuestras vidas.
Hay que celebrar cuando toque, dice Elisabeth Lukas en otro de sus libros (“Paz vital, plenitud y placer de vivir”). Y allí mismo apunta que quien honra lo pequeño merece lo grande. Y cada vida está sembrada de pequeños motivos, pequeños recordatorios por los cuales celebrar. Un año durante el cual les prestemos atención y los honremos nos permitirá, probablemente, llegar a finales de años más aliviados, más tranquilos, liberados de esa histérica sensación de todo o nada o, peor, de esa actitud por la cual pareciera que no se trata del fin de año sino del fin del mundo. En cuanto a lo grande, reflexiona Lukas, las fiestas no deberían significar compras caras, regalos onerosos y aparatosos, promesas desmesuradas. Quizás baste, sugiere, con aprenderse un par de bellas canciones y cantárselas a los otros. O con regalar “vales de tiempo” (vales por una hora, por dos horas o por tres) que se irán canjeando a lo largo del año. O vales por actividades compartidas. Son formas gratuitas y al mismo tiempo enriquecedoras, de brindarnos atención y afecto. “Las fiestas, escribe Lukas, son una oportunidad para mostrarnos realmente como personas, con abundancia de ideas, espiritualidad y nuevos comienzos”. Y no tienen que ser necesariamente multitudinarias, dice. Incluso en soledad, una celebración puede ser digna, si una persona no entierra su autoestima en un sótano. Si toca estar solo, uno se puede preparar su propio banquete, generar su propio ritual, elegir su propia música y, llegado el momento, levantar la copa y brindar con las estrellas y con el universo.
Todo esto no debiera ser relegado a una fecha única y fija. A una única oportunidad. Cada vida tiene múltiples motivos de recordación y festejo. Y cada uno de esos motivos puede ser fijado como el comienzo del resto de esa vida. En síntesis, esto significa que un año se define como el ciclo en el cual cada vida fijó una y otra vez un nuevo comienzo y fue bendecida con la responsabilidad de hacerse cargo de cómo vivirá el resto de su tiempo de existencia.
Quizás esa sea, al final, la mejor promesa que cada uno se pueda hacer a sí mismo en estos días. La de agradecer lo vivido, y la de encontrar en esa vida todos aquellos mojones de los cuales se cumpla un aniversario, para convertir esa fecha en un motivo de comienzo. Y en un motivo de festejo.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"
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