Nuestro Papa

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Por SANTIAGO DE ESTRADA (*)

A quienes tuvimos el privilegio de tratar a Jorge Bergoglio en Buenos Aires no nos sorprendió tanto su ascenso al Papado. A partir de la reunión del CELAM en Aparecida, Brasil (año 2007), donde tuvo una actuación descollante, el cardenal Bergoglio había asumido de hecho el liderazgo de la Iglesia en América Latina.

Cuando Benedicto XVI presentó generosamente su renuncia en 2013, era obvio que la Iglesia necesitaba aires nuevos, una renovación que difícilmente podía provenir de Europa. El Colegio de Cardenales decidió entonces, sabiamente, recurrir al líder de un continente con mayoría católica que, además, ya había obtenido numerosos votos en el Cónclave anterior.

El papa Francisco no defraudó esas expectativas. A partir de su documento liminar “La alegría del Evangelio”, seguido de otros igualmente importantes, y de las decisiones que fue adoptando, marcó y llevó adelante algunos objetivos centrales que ponían en marcha esa renovación: la apertura de la Iglesia hacia el mundo, sacándola de un encierro excesivo; la opción preferencial por los pobres y excluidos; la actitud misericordiosa en la aplicación de las normas tradicionales; la humanización de un mundo muchas veces hostil hacia los desposeídos; la preocupación por el cuidado de la naturaleza y su constante llamado a la unidad de los cristianos, cumpliendo el mandato evangélico “que todos sean uno”.

Francisco dejará una huella muy fuerte. Es cierto que en una organización tan grande y compleja como la Iglesia, que cuenta con 1.200 millones de fieles, siempre hay voces discordantes sobre determinados aspectos; pero los principales temas planteados por el Papa han llegado para quedarse.

Como argentinos debemos valorar en toda su dimensión lo que significa tener como Papa a Bergoglio, convertido hoy en uno de los hombres más importantes del mundo. Su ejemplo de humildad, austeridad y coherencia debería ser una fuente de inspiración para todos nosotros.

 

(*) Secretario de Culto de la Nación

 

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