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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail com
Es difícil saber qué edad exacta tiene Elizabeth Costello, aunque debe de rondar los ochenta años, acaso un par menos. Sus dos hijos -John, que vive en Estados Unidos, y Helen, residente en Francia- están preocupados por su salud, tanto física como mental, y temen que la obstinación de la mujer por vivir siempre en escenarios alejados de ellos, en otros países, termine en que el día de su muerte la encuentre sola. Ella acepta y agradece esa preocupación, pero no cede. Nunca cede en sus convicciones, que son firmes y fundamentadas. Elizabeth Costello es australiana y escritora, y de ella ha dicho Mario Vargas Llosa que anda “frágil e indómita, por este mundo mal hecho en que vivimos, deshaciendo entuertos, dando mandobles contra invisibles demonios y atacando molinos de viento”.
Así es. La señora Costello no se achica ni calla ante nadie. La enerva comprobar, a través de sus propias vivencias, que el mundo no funciona a partir del amor, sino a partir del deber, lo cual hace que cada persona quite su mirada respecto de las otras. Y que, aún así, haya deberes que no se cumplen, como los relacionados con el respeto, con el cuidado de lo que es común. Son los detalles, dice. Es en los pequeños detalles en donde se verifica cómo estamos viviendo y cómo nos estamos tratando. Entonces se la escucha decir: “No es que yo deplore el gran movimiento de la historia; son los detalles los que me exasperan: ¡la mala educación, la gramática defectuosa, el hablar a los gritos! Los detalles me sacan de quicio y exasperarme por ese tipo de detalles me lleva a la desesperación”. Costello insiste: “Deploro que el mundo esté como esté. Deploro el rumbo que tomó la historia. Desde el fondo de mi corazón lo deploro”. Deplora que hasta la belleza se haya convertido en un objeto de consumo, y si bien sus escritos, que la han llevado a dar conferencias por todo el mundo y a batallar por sus ideas y sus ideales, han ayudado a pensar a mucha gente, ella está convencida de que son como una mosca patinando en el agua. Aun así, Elisabeth sostiene que cuando uno escribe tiene que creer en lo que dice para poder hacer el trabajo.
En su implacable lucidez, Elizabeth Costello advierte cómo la razón, despojada de la luz del amor, se convierte en un frío instrumento que permite a los seres humanos ignorarse mutuamente, despreocuparse del destino del otro, abocarse a sus intereses y despreciar el ser y padecer de todo lo viviente, incluidos los animales, por los cuales ella siente una piedad, una compasión y un compromiso militantes. “Todos somos animales, dice en una de sus conferencias, y todo animal es un alma encarnada”. Teme que en el actual estado del mundo nos estemos convirtiendo en autómatas consumistas que, como los muertos vivientes que tantos fanáticos adictos cosechan en las series televisivas, deambulan sin alma, devorándose unos a otros. Siente que si algún sentido tiene su empecinamiento en seguir escribiendo es el de nombrar y recordar a quienes van y han ido a la muerte absolutamente ignorados y ante la indiferencia de los demás, como los pollitos y las vacas en los mataderos o aquellos que un día marchaban hacinados en trenes hacia hornos crematorios o agonizan hoy en parajes alejados de los grandes shoppings, víctimas del hambre y el olvido.
“Deploro que el mundo esté como esté. Desde el fondo de mi corazón lo deploro”
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A esta altura de la semblanza es oportuno decir que Elizabeth Costello no existe como persona de carne y hueso. Es una inspirada e inmortal creación del escritor sudafricano John Maxwell Coetzee (quien firma sus propios libros como J.M. Coetzee), que le dio vida hacia 2003 con el libro titulado precisamente “Elizabeth Costello”. Aquella obra contenía ocho relatos protagonizados por el personaje de la escritora. Se los presentaba como conferencias, dado que cada uno de ellos tenía como disparador un viaje de Elizabeth para participar de un congreso o dar una conferencia, oportunidades en las que se desplegaban aspectos de su vida y todo el poder de sus pensamientos, nunca acomodaticios, jamás complacientes, siempre cuestionadores e incómodos para quienes prefieren no ver o ignorar los aspectos más oscuros de los tiempos que vivimos.
Así la seguía describiendo Vargas Llosa, en un artículo publicado por el diario español “El País” cuando apareció aquel libro de relatos: “Expuestas en un discurso racional y directo, según las clásicas coordenadas de un ensayo, las tesis de Elizabeth Costello difícilmente merecerían la absorbente atención del lector que ellas consiguen encarnadas en la ficción -o acaso sería mejor decir la fábula-, donde sus ideas y argumentos (o, si se quiere, sus sofismas) tienen el aval de la transparente integridad de su persona y de su espíritu generoso, de esa valentía moral que la ha llevado, incluso, a apartarse de su propia familia y vivir en soledad, como una apestada, para ser consecuente con sus ideas. Cuando cerré el libro me descubrí furiosamente irritado contra todo lo que ella sostenía y a la vez conmovido hasta los huesos por esa viejecita pugnaz y formidable”.
Basta con recorrer la obra de J. M. Coetzee, premiado con el Nobel de Literatura a poco de la publicación de aquel libro, y residente desde 2002 en Australia, donde es profesor en la Universidad de Adelaida, para confirmar una sospecha: Elizabeth Costello es su alter ego, su versión femenina, la portadora de sus ideas, de sus preocupaciones, de sus temores y, en fin, de su entera cosmovisión. Extraordinarias novelas de Coetzee, como “Desgracia”, “Hombre lento”, “Verano”, “Diario de un mal año”, o libros autobiográficos, como “Infancia” y “Juventud”, son la prueba de esa confirmación. Como lo fue Albert Camus (1913-1960), autor de “El extranjero”, “La peste” y “El mito de Sísifo” entre otras obras, en el siglo veinte, se puede decir que Coetzee es, acaso, el gran autor moral del siglo veintiuno. Y con él, aunque no la podamos ver, Elizabeth Costello.
Traer hoy a escena a esta “viejecita pugnaz y formidable” viene a cuento porque ella misma acaba de reaparecer en “Siete cuentos morales”, la más reciente producción de Coetzee. Y, a pesar de sus años y sus achaques, lo ha hecho con los dientes y las uñas afiladas, con las convicciones más firmes que nunca, con una dolorosa e inclemente lucidez. El mundo no ha mejorado moralmente desde 2003, a menos que nos dejemos hipnotizar por los permanentes estrenos de una tecnología orientada al consumo y no a las verdaderas necesidades humanas. Y la voz de Costello, animada por la escritura austera, minimalista, de quirúrgica precisión de J.M. Coetzee, sigue siendo necesaria. El escritor sudafricano es uno de los visitantes extranjeros en la actual Feria del Libro de Buenos Aires. Ojalá su presencia conecte a muchos lectores con estos “Siete cuentos morales” (y con aquel “Elizabeth Costello” de 2003, afortunadamente accesible hoy). Esos lectores son tan necesarios como la propia Elizabeth para mantener encendida una llama de esperanza en una noche oscura como la de estos tiempos.
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