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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

El Mundial y otra vez sopa

10 de Junio de 2018 | 09:00
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¿Qué tienen que ver con el Mundial de fútbol un escritor de la India, otro israelí, cierta publicidad y un odontólogo de Islandia? En apariencia, en esa ensalada nada liga. Sin embargo, como suele ocurrir, todo tiene que ver con todo. El escritor indio es Rabindranath Tagore (1861-1941), también músico y filósofo, premiado con el Nobel de literatura en 1913. Entre sus más de treinta libros, están “Cartas de un viajero”, “Cantos de la aurora”, “La casa y el mundo”. Muchos recogen sus poemas y sus relatos breves (los que le dieron popularidad). Otros reflejan su pensamiento filosófico y político. Tagore fue una de las primeras voces orientales que Oriente empezó a escuchar con atención. “Nacionalismo” es el título de un breve y sustancioso tomo en el que este pensador analiza el que considera uno de los grandes males de la humanidad, y donde llama, con lucidez y sapiencia, a crear relaciones de cooperación y tolerancia. Tagore advierte en este libro que desde siempre los diferentes grupos humanos se han encontrado con dificultades y que, cada uno a su manera, encontró la manera de enfrentarlas y/o superarlas. Algunas de esas formas fueron degradantes y provocaron destrucción y muerte. Otras, pusieron en juego lo mejor de las personas, las elevaron y resultaron inspiradoras.

“Las relaciones caen lentamente en la primitiva psicología del enfrentamiento cuando los seres humanos dejan de buscar la plenitud en una unión basada en la entrega mutua”, escribe Tagore. Y alerta contra el modo en que la competitividad desplaza a la cooperación. Esto lleva a la parcelación y el enfrentamiento. El nacionalismo se infiltra como un virus, el ajeno es enemigo y el día en el que el nacionalismo triunfa es una jornada funesta para la humanidad. En su ensayo muestra cómo, tanto en Oriente como en Occidente, poner la idea de nación por sobre la de humanidad va contra la ley moral de crear campos de cooperación planetaria, y “hasta quienes se creen libres sacrifican cada día su libertad y su humanidad al fetiche del nacionalismo”.

UN MAL MUY ANTIGUO

A su vez el escritor israelí Amos Oz, es autor de novelas extraordinarias como “La caja negra”, “Mi querido Mijael” y “Conocer a una mujer”, entre varias más que le granjearon premios y reconocimiento mundial. Oz milita en el movimiento israelí que promueve la construcción de caminos de paz con los palestinos, no es un pacifista ingenuo, y sus ideas le han ganado la enemistad de furiosos nacionalistas en su país. En su también breve libro “Contra el fanatismo”, compuesto por tres de sus conferencias, Oz desnuda, con un pensamiento profundo y un lenguaje de enorme belleza y precisión, los trágicos resultados de un mal que encarna a menudo en las religiones y en los nacionalismos pero que considera más antiguo que ellas y ellos. La intolerancia, la adhesión ciega a una causa o una bandera.

El fanático, explica el escritor israelí, adopta una posición de superioridad moral que le impide llegar a acuerdos y reconocer algo en quien no piensa como él o no cree en lo mismo que él. No discute, no argumenta, no escucha, no ve. Descalifica, culpa y, llegado el caso, elimina al diferente o a lo distinto. “Muy a menudo, se lee en este ensayo, el fanático solo puede contar hasta uno, porque dos es un número demasiado grande para él o para ella”. En su agudo análisis del fanatismo, Oz apunta que “no convertirse en fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un traidor ante los ojos del fanático”. Él es incapaz de ver o hacer otras opciones en su vida, razón por la cual se enfurece ante quien sí puede.

El fanático, explica el escritor israelí, adopta una posición de superioridad moral

 

Según Amos Oz, “hay algo en la naturaleza del fanático que es sentimental y carente de imaginación”. Y este sagaz apunte nos lleva al tema al tema de la publicidad. Cada vez que se acerca el Mundial somos bombardeados por avisos publicitarios oportunistas que, para vendernos desde bebidas alcohólicas hasta televisores, pasando por cualquier producto imaginable, apelan, con absoluta falta de imaginación, a despertar la vena fanática y nacionalista del consumidor. Es decir que se apunta a lo peor del hincha, o al posible barra brava, que cada uno lleva adentro. Marcas que se pretenden serias se declaran “hinchas fanáticas” de la selección. No hay escarmiento para publicistas y anunciantes. Aunque cada cuatro años sus vendedores de ocasión (los jugadores de la selección) se muestren enclaustrados en sus propios intereses, desinteresados de cualquier vínculo cercano con los hinchas, y muy lejos de la conquista épica que los avisos prometen de manera elemental, los anuncios y mensajes se repiten como si el tiempo no hubiera pasado.

Como en la inspirada película “El hechizo del tiempo” (también titulada “El día de la marmota”), todo se repite exactamente igual una y otra vez, eternamente. Las mismas imágenes, las mismas frases, arengas y consignas, los mismos ex campeones mundiales (cada vez más viejos, eso sí), los mismos chistes sin gracia. Volvemos a ver fanáticos envueltos en banderas invadiendo como hordas las calles de países y ciudades que tienen otras costumbres (esta vez Moscú, antes Río de Janeiro, en su momento Ciudad del Cabo, o Berlín, mañana será Doha, en Qatar). Siempre cancheros, sobradores, machistas, con ese humor que solemos creer muy agudo y que otros solo ven como grosería. Y al final de ese patético desfile aparecerá el logo del producto a vender.

PEQUEÑOS Y JUNTOS

Quizás estos avisos, si fueran exhibidos en aquellos países, explicarían muy bien a los foráneos por qué un país tan futbolero como la Argentina es el único en el que los hinchas visitantes no pueden ir a los estadios. Tanto lo que Tagore explica del nacionalismo, como lo que Oz muestra del fanatismo, aplican para ilustrar estos comportamientos que una publicidad sentimentalmente manipuladora y carente de imaginación ensalza como conductas a seguir a la hora del Mundial (y no solo entonces).

Mientras tanto, el sábado 16 la selección debutará en el Mundial ante Islandia, un país de 330 mil habitantes. Su director técnico, Heimir Hallgrimsson, es un odontólogo en actividad. Como tantos otros, los islandeses están contentos por participar, no sobran a nadie, no se burlan de nadie (y menos por anticipado), se saben limitados respecto de otros rivales, y lo aceptan sin dramatismo. Hallagrimsson dice que, desde chicos, sus compatriotas aprenden que no se destacarán por la técnica, pero que podrán ganar luchando. “Siempre juntos, siempre como equipo”, subraya. “En Islandia, explicó en una reciente entrevista en La Nación, si trabajamos juntos podemos enfrentar a cualquier equipo del mundo”. Y enfatizó que, si a cada uno se le deja hacer lo que quiera y ocuparse solo de lo suyo, “no ganaríamos un partido”. En cambio, ganaron varios trabajando juntos y llegaron a ser subcampeones de Europa.

Desde lo estrictamente futbolístico, en los mundiales no suele verse lo mejor de este hermoso juego, y sí lo peor: su conversión en un suculento negocio. Pero cada cuatro años se ofrece la posibilidad de observar todo lo que el fútbol dispara en cuanto a conductas, valores, modelos colectivos e individuales, características culturales. Muchos solo ven la pelota. Otros encuentran aleccionadores espejos. Algunos aprenden. Otros no.

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