Ricardo Aramburú
Edición Impresa | 13 de Septiembre de 2018 | 01:49

A los 95 años falleció, en esta ciudad, el abogado y ex juez Ricardo Marcelo Aramburú. Ejemplo de integridad y rectitud, su figura será recordada por la sencillez, la austeridad y la humildad que lo caracterizaron.
“Caíto” había nacido en La Plata el 1 de febrero de 1923. Fue uno de los seis hijos que tuvo el matrimonio del escribano Domingo Aramburú y Raquel Almeida.
Tras recibirse de bachiller en el Colegio Nacional “Rafael Hernández” ingresó a la facultad de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata y aún antes de graduarse ya había accedido a un empleo en el Poder Judicial. Luego, ya con el título que lo habilitaba, pasó a ser secretario de un juzgado platense. Finalmente, y durante largos años, fue juez en lo civil y comercial, hasta que se jubiló.
Como lo recordó uno de los integrantes de su círculo más íntimo, Aramburú fue “un hombre de convicciones republicanas, de vasta cultura y gentil señorío”. De joven había abrazado los ideales del radicalismo, partido al que se afilió, e Yrigoyen y Alem tuvieron en él a un gran admirador.
Involucrado con algunas entidades de bien común de la Ciudad, colaboró, en la época de José María Prado, con la Federación de Instituciones Culturales y Deportivas de La Plata.
Se había casado, en primeras nupcias, con “Kika” Docter, y con ella, que falleció ya hace varios años, había construido una sólida familia, su enorme orgullo. De la pareja nacieron María Elena -“Cuca”-, María Cristina y Marcelo Eugenio. El varón murió a los 14 años y esa circunstancia lo sumió en un prolongado y profundo duelo.
Con el tiempo volvió a contraer matrimonio; en esa oportunidad con María Julia Barboza, y de la nueva unión fue padre de José Marcelo y Leandro.
Fue un abuelo comprometido y afectuoso con sus 5 nietos; lo mismo con sus pequeños 6 bisnietos.
Se fascinaba con todo lo vinculado a la naturaleza; le gustaba cultivar y ver crecer plantas y de ahí que durante muchos años se escapara todos los fines de semana con su familia a una casa quinta que había adquirido, cuando el lugar era un mero descampado, en la zona de El Retiro. Tal era su inclinación por el mundo botánico que para inculcarle a sus nietos el respeto que le merecía la vida natural les enseñó a todos -repitiéndolo con un particular gusto- el poema “70 balcones y ninguna flor”.
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