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Espectáculos |Cine en Buenos Aires

“Somos una familia”: intimidades de una tribu al margen del sistema

Hirokazu Kore-Eda estrenó en el país su último filme, un tierno y desgarrador retrato de los vínculos filiales, que va por el Oscar

“Somos una familia”: intimidades de una tribu al margen del sistema

LA PELÍCULA ESTÁ NOMINADA AL MEJOR FILME EXTRANJERO EN LOS OSCAR

25 de Enero de 2019 | 02:03
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Cada familia es un mundo. Y en esa isla que es cada familia, se habla un lenguaje, un idioma propio e inescrutable para el exterior. En ese lenguaje se vuelve a sumergir el japonés Hirokazu Kore-Eda (“Nuestra pequeña hermana”, “Nadie sabe”) en “Somos una familia”, la cinta ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado, que acaba de ser nominada al Oscar a la mejor película extranjera, y que se puede ver en algunas salas de cine porteñas.

Habitual obsesión del realizador, que ya ha retratado los microuniversos familiares con su pincel sutil, el enfoque naturalista de Kore-Eda (cuenta la leyenda que la cinta comenzó sin una idea clara: el director filmó a su elenco interactuando naturalmente en la playa, y de allí construyó su obra) provoca que el espectador se sumerja en ese mundo compuesto por seis, y que solo con el paso de los minutos y los indicios vaya descubriendo las particularidades de esa familia, y descubriendo erradas sus propias presunciones sobre lo que une a estos seis integrantes de la familia y sus actos.

Lo primero que descubrimos es que se trata de una familia, como reza el título original, de ladrones: el particular lenguaje de la familia Shibata incluye un juguetón lenguaje de señas para robar comida, artículos de limpieza, lo que haga falta. Porque “si está en la tienda, nadie es el dueño”, explica papá Osamu. Ni su trabajo ni el de su pareja, Nobuyo, pueden sostener al grupo, y la ayuda de la pensión del abuelo fallecido no alcanza: se trata de una familia marginada por el sistema. Sobreviviendo abarrotados en una casa venida abajo, durmiendo cuerpo contra cuerpo, sudor contra sudor.

Ese Japón poco explorado, los descastados de ese sistema hipercapitalista, explora Kore-Eda, que, como el maestro Yasujiro Ozu, filma con planos bajo, a un metro del suelo, postura que corresponde al nivel de la mirada de un adulto japonés sentado en cuclillas en un almohadón sobre el tatami pero que aquí revela las múltiples dimensiones de ese hogar: la falta de espacio es espacio físico compartido, solidaridad; las cajas, juguetes y objetos robados desparramados en esa cálida cueva de ladrones reflejan la actividad criminal pero también la travesura. No hay afán adoctrinador en el cineasta, que explicó en Cannes que procuró “poner el foco en la familia desde un ángulo diferente” y complejizar ciertas nociones sobre las familias marginadas y el crimen.

“Me pregunto porqué las personas se enojan por una infracción menor, aunque haya muchos infractores allá afuera cometiendo crímenes muchos más serios sin ninguna condena”, afirmó el director, para quien “Nadie sabe”, al igual que “Somos una familia”, “explora de cerca el tipo de familia ‘castigada’ que regularmente vemos en las noticias No fue mi intención describir a una familia pobre, o de la clase social más baja. Más bien pienso que la familia en la película termina reuniéndose en esa casa para no colapsar”.

Ahora, lejos del romanticismo, esa familia que escribe sus propias reglas sufre fisuras en las fronteras que los mantienen al margen del mundo luego de que padre e hijo, tras uno de sus robos, encuentran en una noche particularmente fría a la pequeña hija de una vecina en el balcón de su casa, sin padres a la vista y con la casa cerrada. Lo que es primero una invitación a comer se transforma en la sexta integrante de ese equipo luego de que se revela una infancia abusiva. “Si no pedimos recompensa no es secuestro”, razona sin mucha razón este particular grupo de descastados.

Desde ese momento, acecha el afuera, ese lugar donde impera el lenguaje de hierro de las instituciones, una amenaza constante que quiere encerrarlos, que los persigue sin escucharlos bajo una ley que, dice Kore-Eda, no alcanza, es siempre injusta, insuficiente.

“El enojo fue la emoción principal al poner en marcha el filme”, acepta Kore-Eda sobre una película de superficie liviana y tierna que esconde el desgarro del sistema: no hay romanticismo en la familia, tampoco en la criminalidad o en el acto de supervivencia, que deja poco espacio para el heroísmo y la nobleza.

Y sin embargo, no hay extorsión emocional de parte del cineasta, cuya película transcurre casi enteramente en ese hogar abarrotado y feliz en el que se revelan silenciosas “las contradicciones del sistema que han armado”: en otra entrega de su cine profundamente humanista, Kore-Eda consigue complejizar los vínculos familiares en tiempos de crisis sin subrayados, sin golpes bajos y, como consecuencia, sin juicios de valor o moralismo fácil. Sabiendo que cuando no se enfatiza, cuando no se dice, aparece la magia, lo sublime, lo trascendente: “Esta película fue una especie de fábula y busqué maneras de encontrar y construir poesía dentro de la realidad”, explica Kore-Eda. “Incluso si la película fue realista, quería describir la poesía del humano”.

 

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