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SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY
Además de dioses, como Zeus, Poseidón, Ares, Hermes o Hefesto, y de diosas, como Afrodita, Atenea, Demeter, Artemisa o Hestia, en la mitología griega, instalada en lo más profundo del inconsciente colectivo de Occidente, existían también los semidioses. Estos eran hijos de un dios, o diosa, y un humano o humana. O, también, simples humanos que alcanzaban la divinidad luego de su muerte, como producto de alguna hazaña que, previamente, los convertía en héroes. Tántalo, Eracles, Aquiles o Perseo figuran en esta categoría. Sus poderes permitían a los dioses transformarse y vivir algunas aventuras y peripecias haciéndose pasar por humanos, y sus conductas hacían que algunos humanos se acercaran al podio de las divinidades olímpicas.
De esto habla, desde hace veinticinco siglos la mitología griega. En “Comediantes y mártires”, el ensayo que Juan José Sebreli, uno de los más lúcidos y agudos pensadores argentinos contemporáneos, escribió “contra los mitos”, se ocupa de cómo funciona hoy ese proceso por el cual la sociedad otorga a seres humanos comunes y silvestres la categoría de dioses. En el caso de los mitos antiguos, explica Sebreli, para divinizar a algunos humanos se partía siempre de personajes imaginarios o reales que estaban distantes en el tiempo y de los que poco y nada se sabía acerca de sus vidas privadas. A esos personajes se les atribuían prodigiosas hazañas. Caso contrario es el de los mitos modernos, según el escritor, que se basan sobre personajes reales y contemporáneos que generalmente no han realizado ninguna hazaña digna de mención.
Si se repasa la lista de mitos a los que adora y encumbra la sociedad de hoy, resulta fácil darle razón al autor de “Buenos Aires, vida cotidiana y alienación”, “El asedio a la modernidad” y “El olvido de la razón” entre otras obras remarcables. Integran la lista deportistas, cantantes, habitantes de la farándula, músicos, “influencers” (esos hacedores de nada que hoy se reproducen como hongos después de la lluvia), personajes sin actividad identificable y, ocasionalmente, algún político, aunque la mayoría de estos hoy no parecen aptos ni para la mitología. Si las antiguas mitologías, además de la griega la romana, la egipcia, la escandinava, la azteca y otras, se fundamentaban en protagonistas que brindaban abundante material real, y en muchos casos comprobable, para la leyenda que se tejía sobre ellos, los ídolos modernos exigen un esfuerzo mucho mayor de la imaginación. Y, más que eso, para encumbrarlos a menudo hay que negar la realidad, omitir sus evidentes aspectos escabrosos y hasta descalificar o atacar a quienes se atrevan a señalarlos.
La necesidad de personajes míticos es tan antigua como la humanidad. De alguna manera ellos actúan como brújulas, como referencias a seguir. También, a la manera de los superhéroes de todos los tiempos, plantan la ilusión de que estamos protegidos, de que habrá alguien, si creemos en él, que vendrá a salvarnos, a rescatarnos. Ya, de una manera entrañable y condescendiente, el Chapulín Colorado ironizaba sobre esta creencia. La capacidad humana de simbolizar, atributo exclusivo de nuestra especie, nos lleva a contar nuestra propia historia y a conservar la memoria a través de mitos y leyendas. Es una vía no racional de conocimiento, de interpretar los sucesos constituyentes de una cultura, de una civilización, de una familia, de una religión.
Sebreli advierte que las teorías científicas son universales y se basan en pruebas que las fundamentan. Esto ocurre hasta que, como señalaba el gran filósofo austriaco Karl Popper (1902-1994), son refutadas por una nueva comprobación que las actualiza o las remplaza. De esa manera avanzan la ciencia y el conocimiento. Los mitos, en cambio, no se actualizan y tampoco se sostienen en pruebas. Su sostén es la creencia. Y cuando se instala una creencia no hay pruebas que puedan contra ella. Eso explica que tantos mitos e ídolos modernos se mantengan a pesar de la abundancia de pruebas y testimonios acerca de sus endebles condiciones éticas y morales. Como todo mito es reflejo de una cultura predominante y la manifiesta, ante la vigencia de muchos de ellos cabe preguntarse por el estado ético y moral de la sociedad que los encumbra y los alimenta.
En el caso puntual de la Argentina, y desde esa perspectiva, un repaso de los ídolos y mitos populares de la historia reciente (digamos el último siglo) deja una inquietante sensación de desasosiego. Sobre todo, por la elección de ídolos. Pongamos un ejemplo. El apellido Maradona. Inmediatamente surge el nombre Diego, y se asocia a apelativos como “El Diez”, “Dios”, etc. Un mito moderno, del que hoy se conocen más desvíos éticos que hazañas deportivas. Aún así mantiene su vigencia. Su admiración sigue siendo masiva. Lo contrario ocurre con Esteban Laureano Maradona (1895-1995), el médico santafesino que durante cincuenta años estuvo internado en la selva formoseña atendiendo a comunidades indígenas sin cobrar un peso y erradicando enfermedades como la lepra, la tuberculosis o la sífilis. Allí también a él lo llamaban “Dios”, pero en lengua indígena (“Piognak”). A este ejemplo se le pueden agregar otros, enlistando ídolos de un lado y personalidades ignoradas u olvidadas del otro (incluso nombres como Favaloro, Houssay o Milstein podrían entrar en la segunda lista). Es apenas una muestra de cómo la mentalidad colectiva, manipulada por diversos intereses de la sociedad de consumo, puede ser desviada de ciertos caminos o elecciones y orientada hacia otros. En las idolatrías mueren habitualmente la razón y la responsabilidad individual.
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Ante este panorama cobra un valor especial lo ocurrido el pasado 28 de marzo en el AT&T Center, de San Antonio, Texas, cuando fue retirada la camiseta número 20 de Manuel Ginóbili en una ceremonia a la que asistieron 18.500 personas. Ginóbili, como él mismo lo reconoce, no fue naturalmente un basquetbolista extraordinario. Se convirtió en un jugador de excelencia con esfuerzo, dedicación, una clara visión de lo que el básquet significaba en su vida más allá del deporte y, sobre todo, con un faro que lo guió siempre: el de sus valores. Los valores no se declaman, se actúan. Y eso hizo el hombre de Bahía Blanca. Como resultado, compañeros y adversarios, familiares y allegados y hasta desconocidos le agradecieron especialmente su conducta, su coherencia, su actitud. “Nos hiciste mejores como equipo y como personas”, se repitió esa noche una y otra vez. Un ídolo se convierte en líder social positivo y orientador cuando no solo es admirado, sino imitado activamente (no solo en el corte de pelo, en el lenguaje ramplón, en el humor chabacano, en el modelo de auto o de ropa) por quienes lo toman como referencia, y cuando esa imitación inicial se transforma luego en una conducta propia, en una línea de vida.
En un país propenso a venerar ídolos de ocasión, parados sobre pies de barro, Manuel Ginóbili, sin manipular a nadie, sin demagogia barata, sin invocar “códigos” de resonancia mafiosa, sin hacer de su vida privada un show de mal gusto, y acaso sin proponérselo, puso una vara alta y necesaria. Y dejó un interrogante para otros ídolos contemporáneos y para la sociedad en su conjunto. La respuesta se conocerá en el futuro.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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